CUARENTA Y CUATRO

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Llegó a la pensión La Rosa caminando despacio, aprovechando cada paso y
cada metro para reflexionar, para buscar las palabras y medir sus gestos. Cuando se detuvo frente a la puerta, llenó sus pulmones de aire y ya no vaciló en absoluto.

Traspasó aquel umbral y llegó a la pequeña recepción, en la cual, en ese instante, no había nadie. Aun así, no se atrevió a subir. Sentía mucha curiosidad por ver la habitación de Eddie, desde el primer día, pero la dueña era inflexible con esas cosas.

Bien lo sabían.
—¡Eh! —llamó—. ¿Hay alguien?
La dueña salió del interior con cara de haber sido interrumpida haciendo algo importante. Al ver a Evan hizo un gesto de fastidio.

—¿Sí? —preguntó.

Sabía de sobra a quién iba a buscar.
—¿Está Eddie?

La mujer miró bajo el pequeño mostrador. Evan imaginó que allí estarían las llaves de las habitaciones.

—Sí, debe de estar arriba —asintió—. No veo su llave.

—¿Puede avisarlo?

—¡Ahora estoy ocupada, hijo! —protestó acalorada—. ¡Sube tú!

Evan se quedó boquiabierto.
—¿Puedo subir?

—Pues claro, si has venido a buscarlo...

—Creí que no se fiaba —bromeó su visitante.

La dueña de la pensión la apuntó con un dedo firme.
—Tú no bajes dentro de cinco minutos y verás como se lo digo a tu madre —la amenazó.

—¡Mujer! —protestó Evan.

—¡Hala, pesadas, que no tenéis nada que hacer en verano y parecéis almas en
pena de aquí para allá! ¡Cinco minutos, y mejor si son dos!

Le dio la espalda y volvió al lugar de donde procedía al entrar ella, así que el
camino quedó libre y Evan no desaprovechó la oportunidad ni el tiempo. La habitación de Eddie estaba en el primer piso. Subió las escaleras y llegó al pasillo.

Era la tercera a mano derecha. Se detuvo en la puerta y llamó quedamente.
Silencio.

—¿Eddie? —susurró a media voz mientras repetía su acción con los nudillos.

Nada.
Comprobó la hora. Tal vez aún estuviese dormido, aunque era raro. Puso una mano en el pomo de la puerta y lo movió hacia abajo. La hoja de madera se abrió y Evan metió la cabeza dentro.

La cama estaba revuelta, pero allí no había nadie.
De todas formas, le llamó por segunda vez.
—Eddie.

No sabía qué hacer. Si la llave no estaba abajo, era porque Eddie estaba en la
pensión. Y además, no se iría sin cerrar la puerta. Pensó en la terraza. Él le había
comentado que se lavaba parte de la ropa, calcetines y prendas interiores, y la
tendía arriba. Era una posibilidad.

Iba a salir de nuevo, para buscarlo allí o bajar a recepción, cuando se detuvo.
Allí vivía él, allí dormía él. Todo estaba impregnado de su persona, de su ser,
de su esencia.

Acabó por entrar, pero dejó la puerta abierta, por si acaso. La habitación era
pequeña y en ella sólo había una cama, un armario y una mesita con una silla. La
cama también era pequeña y eso la hizo sonreír. Pasó una mano por las sábanas,
como si las acariciara o como si a través de ese contacto percibiera el calor de él.
Luego miró el armario, que estaba cerrado, y finalmente la mesita.

Entonces la vio.
La fotografía.
La fotografía de una chica castaña, de ojos azules, que sonreía con una
luminosidad especial, llena de encanto.

Estaba situada en el ángulo más alejado, en el rincón de la pared, y tenía un marco de plata como soporte. Evan sintió un pequeño mareo, pero aun así continuó sus movimientos. Dio un paso y se quedó allí, quieto, mirando aquel
rostro que le sonreía abiertamente.

Después alargó la mano y la cogió. Con la
proximidad, la sonrisa de la chica se hizo más visible, más patente y luminosa. En el margen inferior derecho, había una dedicatoria.

Todas y cada una de aquellas palabras se le clavaron en la mente como espinas.
«Eternamente tuya, con amor, de Shannon.»

Su cabeza estaba en blanco, su corazón paralizado, la sangre ya no corría por
sus venas. Estaban él y el mundo, pero el mundo ya no era más que una masa de
algodón, sin forma, situada a una gran distancia de sí misma, porque él flotaba en un vacío incierto.

Continuó mirando aquel rostro y tal vez lo hubiera hecho durante horas, o unos simples segundos antes de echar a correr, de no ser porque la rescató una voz.

Una voz familiar, conocida, cercana.
La voz de Eddie, desde la puerta.
—Quise decírtelo.

No se sobresaltó. Miró hacia Eddie y lo vio pálido, tan destrozado como lo estaba
ella. El silencio se hizo insoportable.

Ninguno de los dos se movió. Era como si
alguien hubiese accionado el botón de la pausa en un imaginario mando a distancia que los gobernara.

Después, se oyó a sí mismo preguntar:
—¿Quién es?

—Se llamaba Shannon.
Un nuevo silencio, una larga pausa, hasta la revelación final.

—Tú llevas su corazón —dijo Eddie.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora