VEINTIDÓS

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Había creído verlo un par de veces, pero no estaba seguro de ello. Ahora sí, su imagen se le hizo clara durante un pequeño instante, entre las plantas del otro lado del muro. Fue a su habitación, se puso una camiseta por encima del bañador y unos vaqueros. Luego salió a la calle. Le dio la impresión de que él iba a marcharse.

—¡Eddie!

El chico se detuvo y giró la cabeza. Le cambió la cara. Dibujó en Evan una
sonrisa luminosa, como el día, y regresó.

—Hola.

—¿Qué tal? —le preguntó Evan.

—Bien —se limitó a decir él.

—¿Dónde estuviste ayer? No se te vio el pelo.

—Tuve un trabajo.

—¿Ah, sí?

—Nada importante —evadió los detalles.
—Carolina y yo fuimos a buscarte.

Se azoró, pudo notarlo, aunque no se imaginó por qué, ni le dio importancia
alguna.

—¿A la pensión?

—Claro.

—No me dijeron nada.

—Bueno, tampoco dejamos ningún recado. Si hubiéramos podido subir, sí, te
habríamos preparado alguna sorpresa en tu habitación, pero la dueña no parecía muy dispuesta.

—No quiere a nadie extraño en las habitaciones.

—Ya —pasó del tema Evan—. ¿Qué haces?

—Te estaba esperando.

—¿Por qué no llamabas? —se extrañó Evan.

—No me atrevía.

—¡No seas tonto! Si hubiera sabido que estabas aquí...

—También me dio corte la otra noche —reconoció Eddie.

Montse se puso ligeramente colorada, pero lo dominó. Quería oír lo que
tuviera que decirle. Al ver que él no seguía, lo intentó por su parte.

—Sí, me di cuenta —manifestó—. Casi echaste a correr.

—Soy un idiota, lo siento.

—No eres un idiota. Ningún idiota le dice a una chica que es preciosa de la forma en que tú me lo dijiste. Y hay momentos en que a una le hace falta que le digan algo así, ¿sabes?

Se miraron fijamente, bañados por el sol de julio que caía a plomo pese a la
presencia de numerosas nubes negras que ellos ni notaban.

En ese instante, Evan se rindió.
Y deseó que él la tocara, aunque sólo fuera un roce.

—Evan, yo... —comenzó a decir.
Tal vez necesitaba de la noche y el silencio para expresarse, porque lo cierto es que ahí acabó todo. Los dos fueron despertados de su abstracción por el ruido de un coche doblando la esquina. Miraron hacia él y Evan reconoció el viejo cacharro de su madre, que sólo usaba para hacer recados en el pueblo o para no volver demasiado cargada de la compra.

Odió la interrupción y su mala suerte.
—Es mi madre —suspiró.

Eddie dio un paso atrás. El coche no aparcó delante de la casa, sino que dio
un giro y se quedó ya de cara a la puerta del garaje. Margaret bajó de él sudorosa y congestionada.

—¡Ay, hijo, qué bien! —fue su primer saludo—. Ayúdame con esto, ¿quieres?
—miró a su acompañante y, sin cortarse, preguntó—: ¿Quién es tu amigo? ¿No me
presentas?

Evan quiso que se la tragara la tierra.

—Mamá, Eddie. Eddie, mi madre.
Ya no había magia. Eran dos chicos en verano, con una señora madre en medio.

—¿Qué tal, señora? Encantado.

—Bien, hijo. ¿Nos echas una mano? Entre los tres...

Eddie lo hubiera hecho igualmente, porque ya se movía en esa dirección
después de darle la mano. Fue a la parte de atrás del coche y cogió la mayoría de las bolsas él solo.

—¿Qué haces? ¡Déjanos alguna! —protestó con simpleza la mujer—. ¡Oh, qué fuerte! Bueno, vale, como quieras.
Entraron los tres, aunque Evan sabía que Eddie tardaría menos de un
minuto en irse.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora