TREINTA

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Llegaron a la pensión La Rosa corriendo, jadeando y cubiertas de sudor.

Carolina no hacía más que mirar a Evan, temiendo que fuera a caerse de un
momento a otro a causa de aquel esfuerzo. Pero si aún dudaba de sus fuerzas, aquello la convenció de una vez por todas de que su amiga ya estaba perfectamente.

O bien, su ciega determinación la empujaba hasta límites insospechados.

La dueña de la pensión estaba en la recepción, controlando algo en su libro
de anotaciones. Se sobresaltó al verlos aparecer, tanto por la forma intempestiva con que entraron como por su aspecto de absoluto descontrol. Parecía imposible que pudieran articular palabra, pero Evan lo logró.

-Eddie... ¿Dónde está... Eddie, por... favor?

Tardó un segundo en reaccionar, un segundo que se le antojó una eternidad.

-Se ha ido -anunció la mujer-, no hace ni cinco minutos.
Evan
-¿Dónde... se ha ido? -insistió Montse.

-No lo sé -la dueña de la pensión las miró como si estuviesen locas-. Ha pagado, ha recogido sus cosas y se ha ido con su moto.

Evan y Carolina se miraron. El primero tenía la mandíbula apretada, pero ni aun así daba muestras de rendirse. La segunda estaba expectante.

-¿Ha dejado algún recado, algo...? -insistió Evan.

-No, nada -la mujer la miró con cierta alarma-. ¿Estás bien?

No lo estaba, pero le dijo que sí y salieron fuera. Se quedaron en mitad de la acera sin saber qué hacer, aunque Evan centró su atención en la carretera,
primero hacia arriba, después hacia abajo.

-Ha vuelto a la cuidad -dijo reflexiva-, pero ¿por dónde?
Carolina entendió su razonamiento. Había dos caminos. Uno era por la
autopista pasando por el peaje a mitad de camino a Los Ángeles. El otro, por la misma pero en sentido contrario, diez kilómetros hasta el desvío y allí agarrar el atajo casi desde el comienzo: noventa kilómetros hasta Los Ángeles. Los dos trayectos eran lógicos pues se tardaba más o menos lo mismo en llegar a Los Ángeles, pero el segundo pasaba por un puerto de montaña y varios pueblos, mientras que el primero era todo autopista, libre para correr.

-Va en moto, puede que... -vaciló Carolina.

-Le gusta conducir, no correr -Evan miró a la derecha, en dirección al puerto -. Me lo dijo.

-¿Crees que...? -Carolina señaló en la misma dirección en que miraba ella.

-Sea como sea, ya no lo alcanzaremos...

Evan mostró por primera vez su abatimiento; se hundía en un pozo sin
fondo.

-¡Espera! -los ojos de Carolina se abrieron como platos-. ¡Ven, deprisa!

La cogió de la mano y tiró de Evan. Volvieron a correr, como locos, pero en esta ocasión fue un corto trayecto de doscientos metros. Evan entendió a dónde iban al ver cerca la casa de Carolina. No tuvo tiempo de hacer o decir nada, porque ahora la iniciativa la llevaba su amiga. Fue la primera en meterse dentro, tomando al asalto la sala de estar y dando un buen susto a su hermano mayor, Charlie, que veía
un vídeo en la tele aprovechando que era sábado.

-¡Charlie, tienes que ayudarnos, te necesitamos! -gritó Carolina.

-¿Pero qué...? -se alarmó el muchacho, porque encima estaba en calzoncillos.

-¡Tienes que llevar a Evan a la ciudad, Charlie! ¡Es cuestión de vida o muerte! ¡Vamos, vamos, muévete!

Lo empujó hacia su habitación. Charlie apenas si pudo articular palabra.
Evan lo conocía bien. Era un buen tío, una excelente persona y, al contrario que
muchos hermanos, que están siempre como el perro y el gato, él adoraba a Carolina; habría hecho cualquier cosa que le pidiese.

Charlie salió de nuevo en menos de diez segundos. Fue el tiempo que tardó
su hermana en explicarle de qué iba la cosa. Era como si la misma Carolina lo
hubiese vestido.

-¡Lo atraparás! -dijo ella mirando a Evan con pleno convencimiento-. ¡Si no le gusta correr y con el tráfico de coches que hay en sábado..., lo atraparás!
¡Menudo es éste cuando se pone a zumbar con su 500! -y le palmeó a Charlie la espalda, orgullosa, antes de volver a gritar-: ¡Vamos!, ¿a qué estáis esperando?
¡Cada segundo cuenta!

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora