CUARENTA Y UNO

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Era la primera vez que le mentía a Evan y se sentía muy mal a causa de ello,
verdaderamente avergonzada, pero no por eso menos dispuesta a mantener sus
planes. La noche anterior, un poco cargada por las cervezas o simulándolo, había disparado una primera batería de misiles. Y estaba segura, totalmente convencida, de haber hecho blanco en algunos lugares muy concretos. Ahora quería averiguar más. Aunque se pasara un par de días haciendo el idiota jugando a ser Sherlock Holmes o Colombo o cualquier heroico detective de la tele.

Tenía sueño, pero había madrugado. Llevaba casi una hora apostada delante
de la pensión La Rosa, sin saber muy bien qué hacer o cómo reaccionar en el caso de que Eddie saliera y se subiera a la moto. O incluso si echaba a andar, ¿lo seguiría?

Aquello era un pueblo, no la ciudad de Nueva York como en las películas.
Empezaría a encontrarse gente que le diría «hola, Carolina» y «a dónde vas,
Carolina», y con tanto «Carolina» por aquí y por allá, él acabaría dándose cuenta. O sea que se sentía ridícula además de idiota.

Pero no se movió de su puesto.
Si el día anterior, casualmente, lo sorprendió sacando dinero...
Siempre, siempre se fiaba de su instinto.
Pasaron otros veinte minutos.

Y entonces Eddie salió por la puerta de la pensión, con sus gafas de sol, sus
vaqueros de marca y una preciosa camisa que ya le había visto en un par de
ocasiones.

No se dejó ver. Se ocultó aún más y esperó con el corazón en un puño.
Finalmente Eddie echó a andar, aunque se metió en la primera cabina telefónica
que encontró y sacó un puñado de monedas que dispuso sobre la repisa.
Carolina frunció el ceño.

No tenía teléfono en la habitación. Lo sabían porque él se lo había dicho, pero
había uno en la misma pensión.

La descubriría, era evidente, pero no se detuvo. Cruzó la calzada y se acercó a
la cabina por detrás de él, aprovechando que Eddie se encontraba de espaldas,
apoyado en la repisa, con la cabeza descansando en la mano libre; la otra sujetaba el auricular junto a su oído. Con la puerta cerrada, la conversación era muy difícil de seguir, así que cruzó los dedos y se acercó aún más.

Eddie no se movía, sólo hablaba.
Carolina llegó casi a estar pegada a la puerta de la cabina.

Contuvo la respiración.
—...Y queda parte de agosto, ¿de acuerdo? —le oyó decir—. Ahora no puedo volver, lo siento. ¿Qué? No y no... Mira, ya lo discutimos y no ha cambiado nada, al contrario...

Las pausas se sucedían a medida que la otra persona le interrumpía o hablaba a su vez. Eddie no daba muestras de estar crispado, aunque sí algo nervioso. El tono de su voz era dolorido.

—No puedo contártelo, ¡no! ¡Por favor! ¿Y si me hubiera ido todo el verano
en inter-rail por Europa? Pues es lo mismo. Sí, sí, lo es... ¡Estoy bien! ¿Por qué no iba a estarlo? ¡Lo he superado, sí! ¡Para eso necesitaba irme, por Dios!... —la nueva pausa fue la más larga—. Mira, tranquila, ¿de acuerdo? En septiembre estaré ahí, comenzaré las clases, te lo juro. No voy a perder ni una. ¡Desde luego, te llamo y acabamos discutiendo! ¡No voy a llamarte más!... Bueno, vale, vale... He de colgar, un beso. Sí, díselo, claro. ¿Dónde está? ¿En San Diego? ¿Y qué hace en San Diego? Bueno,
adiós, sí, adiós..., adiós...

No tuvo tiempo de reaccionar. Debía haberse ido antes, pero justo al iniciar
su despedida, Eddie se giró y la vio. Carolina no pudo hacer otra cosa que quedarse donde estaba, como si la hubiesen clavado al suelo. Ni siquiera se molestó en sonreír o disimular. Era demasiado evidente que estaba escuchándole.
Eddie colgó el auricular con el último «adiós».

Recogió las monedas que había en la repisa y abrió la puerta de la cabina.
Por detrás de las gafas de sol, sus ojos eran un océano de interrogantes.

—¿Llamabas a casa? —disparó ella al azar, por decir algo.

—Sí, hablaba con mi madre —confesó Eddie.
Frunció el ceño. No sabía si creerle, ni qué decirle, ni cómo justificar su
espionaje, ni nada que no fuera mantener la calma pensando en Evan y sólo en él.
Evan.

—Eddie —suspiró Carolina de pronto—, ¿lo quieres?

—Sí —dijo él, rápido.

—Entonces no le falles.

—¿Por qué habría de fallarle?

—Evan está enamorada. Ha renacido y está enamorado, y como cualquier
persona enamorado, está también ciego. Yo no. Yo veo otras cosas.

—¿Qué es lo que ves? —Eddie estaba muy pálido, así que el contraste con las
gafas oscuras era evidente.

—¿Qué te pasa? —quiso saber ella.
No hubo respuesta, sólo aquella mirada oculta tras las gafas de sol.
—Tienes tanto miedo como Evan lo tuvo con lo de su trasplante —dijo Carolina—, y no entiendo por qué. ¿Vas a decírmelo?

—No hay nada —articuló él después de otra pausa.

—No te creo —lo acusó Carolina.

—Entonces confía en mí. Si sabes que lo quiero, confía en mí.

—Pero, ¿por qué? —expresó toda su incertidumbre con un gesto de rabia e
impotencia.

—Confía en mí, sólo eso —dijo Eddie con esfuerzo—. Yo me fui, ¿recuerdas?
Renuncié. Fue Evan el que me devolvió a esto. Sólo necesitamos tiempo.

—El verano acabará en un par de semanas, y en septiembre...

—Carolina, por favor.
Era una súplica, y lo que menos quería Carolina era que Evan supiera lo que acababa de hacer, espiándolo como una vulgar... Bajó la mirada al suelo y ni
siquiera habló. Su gesto fue evidente.

Asintió con la cabeza y luego dio media vuelta, sin volverse.

Se alejó calle abajo sintiendo aquella mirada protegida tras las gafas de sol
muy fija en su espalda.
Aunque no era una mirada de furia o de desesperación, sólo de dolor.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora