DIECIOCHO

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La moto enfiló la suave pendiente de la calle a velocidad mínima, pero no
llegó a detenerse delante de la casa de Evan. Lo hizo a unos diez metros, por la parte de arriba. En el mismo momento de frenar, Eddie paró el motor. El silencio recuperó su dominio sobre aquel espacio lleno de quietud bajo el tachonado de estrellas que cubría el cielo. Las escasas luces que se veían, mortecinas y amarillentas, quedaban ocultas tras los muros, los árboles, la exuberancia de las plantas y las cortinas que cubrían los cristales de las casas. No estaban solos, pero se sintieron solos.

Evan bajó de la moto y se quitó el casco. Agitó la cabeza y se pasó una mano por el cabello, todavía muy corto. En el hospital habían insistido en ello, pese
a sus protestas iniciales, y al final ya no le había importado. Eddie también se quitó el casco, pero no hizo ademán de apartarse del vehículo, así que se quedó encima, con las dos piernas apoyadas en el suelo, una a cada lado. Mientras ella seguía agitando la cabeza, él volvió a mirarla con palpable intensidad.

Ya no ocultaba sus sentimientos detrás del miedo o los nervios.
Cuando Evan se quedó quieto, se enfrentó a sus ojos.
Y al silencio.
—¿Qué pasa? —lo rompió Evan.
Hubiera esperado cualquier otra cosa, menos aquello.
—Eres hermoso —dijo él.
Se le disparó el corazón y estaba seguro de que el color había huido una vez
más de sus mejillas. No dijo lo que dijo por coquetería, sino bajo el influjo de su
convicción.

—No, no lo soy.

—Lo eres, no seas tonto.

—Entonces gracias.

—Es curioso —mencionó Eddie—, la primera vez que te vi...

Se quedó cortado, y en ese momento Evan hubiera deseado que no lo
hiciera, más aún, que estallara y se lo dijera todo. Necesitaba oírlo. Había tomado muchas medicinas para el cuerpo, pero ninguna para el alma.

—Sigue —le invitó.

—No me hagas caso —bajó la cabeza él, haciendo uno de sus gestos
característicos—. Me siento ridículo.

—¿Por qué?

—¿Cuántas veces te han dicho lo mismo?

—Ninguna, es la primera —le dijo la verdad.

Esperaba otra frase, un ritual tipo «están todos ciegos» o «me alegro de haber
sido yo el primero» o... Pero Eddie continuó con la cabeza baja. Montse no supo qué hacer, y más cuando él la miró de nuevo y captó toda aquella intensa humedad en sus ojos.
—Eddie... —vaciló.

Si hubo alguna pregunta en sus labios, murió antes de nacer. Y lo mismo las
dudas, que estallaron como pompas de jabón. Los ojos de su compañero lograron el equilibrio. El resto lo hizo él mismo, reaccionando. Primero cogió el casco de él y metió el brazo por el hueco de la hebilla. Después se puso el suyo.

—Tengo que irme —dijo demasiado deprisa.

No lo detuvo, aunque quiso hacerlo. La moto volvió a atronar en el silencio.
Eddie le dio gas una sola vez, antes de levantar una mano como despedida e iniciar el descenso de la calle.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora