VEINTISÉIS

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El cielo volvía a estar despejado, sin nubes. La tormenta de verano había
cesado hacía rato, pero Evan seguía mirando arriba, como si esperase algo, mientras moría el día y el anochecer asomaba por la esquina del tiempo.

Ya estaba vestido y arreglado. Se irían al Maremagnum en cinco o diez minutos.
Todos. La familia feliz.
Comprobó la hora y se mordió el labio inferior. Sus dudas aún la hacían
debatirse entre llamar a Carolina para que ella fuese a decirle a Eddie que no
podrían verse o...
¿Y por qué no?

La visita de Thomas le había despejado la última clave.
Ahora lo tenía claro y no le importaba nada más.
La vida era riesgo, y acertar o equivocarse era parte de ese riesgo. Cada día tenía su propio valor. Cada minuto contaba. La felicidad de hoy no se recupera mañana, porque mañana es otro día.
Hoy, hoy, hoy.
Ahora.
Tomó la decisión cuando sus reflejos ya la habían tomado por él: se había
puesto en pie adelantándose a la orden de su mente. Salió de la habitación y buscó a sus padres. Los encontró en el baño: él, afeitándose de nuevo, y ella, acabando de peinarse.

—Salgo un momento —les dijo—. Me recogéis en la piscina, ¿vale?

—¿Cómo que...? —saltó el hombre.

—¿Dónde vas? —inquirió la mujer.

—He de ver a alguien. Había quedado y no me he acordado de llamar.

—Bueno, vamos todos, bajas y te esperamos —propuso su padre.

—Yo ya estoy, y vosotros aún tardaréis diez minutos. Me adelanto y listo.

—¿Y vas a ir corriendo hasta la piscina?
Ésa era su preocupación, y su madre se traicionó al decirlo. Lo que no querían era que corriera y se cansara, que acelerara los latidos de su corazón. Por
eso casi se echó a reír. Si ellos supieran lo acelerados que sonaban en aquel
momento.

—Tranquila, que voy caminando —le dijo sin enfadarse—. Y tú no te preocupes, papá. Estaré lista. Tocáis el claxon y subo.

Los dejó con su última protesta en los labios y caminó en dirección a la puerta.
No echó a correr hasta que no hubo puesto cierta distancia entre él y su casa, y era verdaderamente la primera vez que lo hacía. Luego sí, bajó las calles de la urbanización hasta el pueblo y, una vez en él, continuó corriendo, jadeando, pero sintiéndose fuerte, como no se había sentido en las pasadas semanas.
Ya no iba a pasarle nada.
Era demasiado feliz.

Miró de nuevo la hora. Habían transcurrido diez minutos desde que salió de casa. Sus padres no tardarían demasiado. Tenía que encontrarlo antes de que ellos hicieran sonar el claxon reclamándola o su madre se asomara desde la carretera, mirara hacia abajo y pudiera verlos. Por eso no había querido que la acompañaran.

Llegó a las escalinatas de la piscina y se asomó al muro. No lo vio, pero las bajó igualmente, porque el espacio era lo bastante grande como para que pudiera
estar en cualquier parte. Una vez abajo, primero fue hacia el bar, pasando entre las mesas abarrotadas de personas que tomaban algo o cenaban temprano. Eddie no se encontraba allí. Fue hacia las pistas; luego, hacia el recinto de la piscina. Nada.

Empezó a creer que él ya se había ido al ver que no aparecía, o que aún no había
llegado por alguna razón. Iba a regresar arriba, abatida, cuando lo vio bajando las
escaleras.

Echó a correr hacia él.
—¡Eddie!

El muchacho se detuvo en el último peldaño. Miró en su dirección. Sonrió al
verlo correr y bajó a su encuentro. Evan no se detuvo hasta casi saltarle encima.
Sus ojos brillaban.
—Escucha —le dijo jadeando—, no puedo quedarme, he de ir con mis padres a cenar a la ciudad, pero no quería irme sin decírtelo.

—Ah —mostró su desilusión él antes de fruncir el ceño ante la sonrisa de Evan—. ¿Qué te pasa?

—¿Tú qué crees?

—No sé, pero pareces otro.

—Soy feliz.
Y lo abrazó.
Uno, dos, tres largos segundos. Una corta pero intensa eternidad.

En ese momento se escuchó un claxon.
Evan se apartó de él. Le bastó con verle la cara para saber que lo había
entendido, a pesar de su perplejidad.

—He de irme, ¡adiós!

—¡Evan! —la retuvo con su voz.
Él se quedó quieto en el primer peldaño de la escalera.

—¿Qué?

Sergio vaciló.
—Nada —dijo con incierta vaguedad.
Evan volvió a bajar el escalón. Cubrió los tres pasos que la separaban de su contacto y se detuvo muy cerca de él. El claxon del coche sonó por segunda vez.

—Dilo —le pidió.

Lo hizo.
Aunque sus ojos hablaron antes que su voz.

—Te quiero —dijo Eddie.

—Ya lo sé —sonrió Evan—, pero quería oírtelo decir.

Su sonrisa lo atrapó, le hizo perder el temor final, lo obligó también a sonreír,
despacio, al comprender que era verdad, que no se trataba de un sueño.

Todo estaba allí, en sus ojos, en esas sonrisas. Después, se miraron a los labios, mutuamente, y tras una cómplice aceptación se acercaron, todavía sin tocarse.

No llegaron a hacerlo.
Sólo sus labios.
Pero fue como si uno y otra se fundieran en un solo ser.
El claxon sonó por tercera vez, sólo que ahora Evan fue incapaz de oírlo.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora