VEINTIOCHO

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Salió del baño metido en su albornoz, sólo por si se encontraba con alguien
de la familia en el breve trecho de tres pasos que separaba la puerta del lavabo de la de su habitación. No se tropezó con nadie y, al sentirse de nuevo a salvo, se lo quitó y lo dejó caer directamente al suelo. Completamente desnudo, se miró en el espejo.

El amor hacía milagros.

Se encontró bien, cómodo. Y no era una ilusión.

No perdió demasiado tiempo mirándose a sí mismo. Ya había tomado la primera gran decisión de su nueva vida. Primero se puso la ropa interior; después escogió unos pantalones cortos y raídos por el muslo. Finalmente cogió una de sus
viejas camiseta, apartadas y olvidadas, que dormía su retiro en el fondo del armario.

Una camiseta que había sido su favorita, con escote. Un escote en forma de pico.
Respiró con fuerza, llenando sus pulmones de aire, antes de volver a mirarse en el espejo. La cicatriz asomaba por el vértice del pico y ascendía casi hasta su cuello. No parecía tan dramática como viéndola en su totalidad, pero sí anunciaba el camino de la realidad, era el testimonio de todo, un grito silencioso que ya no quería ocultar.

Y le pertenecía. Esa cicatriz la acompañaría el resto de su vida.
Su vida.

Sin ella habría muerto, así que no era el recuerdo de un horror, sino la llave
de su supervivencia.

Ya no se echó atrás. Buscó las zapatillas y se las calzó sin necesidad de agacharse, completado así su atuendo estival. Salió de la habitación y caminó hasta la cocina para buscar algo que desayunar. Era sábado, así que su padre estaba en casa, y también Daniel. Les oyó hablar antes de entrar.
-¡Hola, familia! -saludó con vitalidad.

-¡Vaya horas! -rezongó su hermano mayor.

-¿No irás a desayunar ahora? -protestó su madre.

-Hola, cariño -dijo su padre.

Fue el primero en verlo, el primero en darse cuenta. Evan se percató de ello,
pero fingió ignorarlo. Lo mismo hizo con su hermano cuando el silencio de su
padre le obligó a mirarlo. Quedaba Margaret, que aún parloteaba de espaldas a ella.

Evan fue a la nevera y sacó la leche. Luego se dirigió a la estantería, de donde
cogió un paquete de cereales. Actuaba con normalidad y lo único que pedía al cielo era que no le hicieran preguntas. No habría sabido qué decir.

Se sirvió los cereales y los bañó en leche.

Su madre se giró con la cafetera en la mano.

Se encontró con las miradas de su marido y de su hijo.

Entonces vio la cicatriz, el escote.

Pero por encima de todo, la vio sonreír y comer con buen apetito.

Todos, hasta Evan, se dieron cuenta de su espasmo y del súbito enrojecimiento de sus ojos. Pero de nuevo nadie habló hasta que lo hizo la mujer.

-Bueno, hoy pensaba preparar chuletas -dijo buscando un atisbo de consistencia en la voz-. ¿Os apetecen?

-¡Oh, sí!

-¡Bien!

-¡Humm...!

Y todos se pusieron a hablar de chuletas, como si fuera el tema de más candente actualidad del mundo.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora