Capítulo 23

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Los días transcurrían; para Rebecca era como ir en una noria que nunca se detenía. Ella ocupaba un vagón, mientras los demás iban vacíos porque las personas que amaba, las que fueron su mundo, se encontraban viviendo sus vidas, en tierra firme.

Y la noria continuaba girando y girando, a veces se sentía mareada; entonces anhelaba lanzarse al vacío y acabar con toda la locura que era su vida ahora, pero su cuerpo estaba paralizado. No podía bajar del vagón, ni lanzarse al vacío porque su organismo un día, aquel día, simplemente, decidió que no respondería más. ¿Por qué? Nadie lo sabía, pues el cuerpo humano, era así de misterioso a veces. Y ella resultó ganadora en ese juego de azar de los misterios del organismo humano. ¡Vaya que fue afortunada!

En fin, cuando sus padres o Heidy iban a verla, se quedaban mirando la noria en que se convirtió, sin saber que giraba; para ellos se había descompuesto y esperaban que alguna vez volviera a encender sus luces y a girar. Solo que el milagro no ocurría y el tiempo no perdona, él sigue adelante, dejando huellas, durmiendo sentimientos en los corazones, a veces convirtiendo el amor en recuerdos, aunque no se quiera.

Rebecca estaba al corriente después de tanto. Ya llevaba más de un año en cautiverio. Notaba el cambio en las personas que amaba. Lo sabía, y también lo entendía, sin embargo, no por eso dejaba de ser doloroso. El amor duele, eso lo escuchó decir siempre. No obstante, nunca imaginó que experimentaría ese dolor. Y lo pensó porque antes de Heidy, solo tuvo un fugaz romance con una compañera de clases de la secundaria cuando apenas tenía quince años. No se enamoró esa vez, pero sí al conocer a su novia.

Con Heidy supo lo que era el amor; ese amor que enamora, que corta la respiración, que hace saltar el corazón y lo acelera, que cambia los colores, que convierte las flores en mágicos regalos de Dios, que alborota a las mariposas en el estómago. Ese amor que hace arder la llama de la pasión y convierte el deseo en un exquisito dolor. Así era el amor que abrigaba por Heidy. Y lo que amaba de ese amor que albergaba en su corazón por ella, era que era correspondido.

Heidy la miraba de la manera en que solo se puede mirar a quien se ama. La cuidaba de una forma que conmovía. Y cuando se entregaba a ella, lo hacía sin reservas. A Rebecca le bastaba una mirada para saber lo que su novia sentía, así fue desde siempre. Eran una y creía que su amor sería eterno porque no habría obstáculo, tormenta, que juntas, no pudieran superar.

Sin embargo, el tiempo no pasa en vano, ni perdona. Rebecca fue notando cada cambio en Heidy de la misma forma en que casi podía palpar su dolor cuando todo comenzó. Pudo ver y percibir su sufrimiento, no solo en sus lágrimas, en sus palabras, en su hermoso rostro; también en su angustia, en la desesperación que reflejaban sus ojos. Y ella sufría doble porque estaba allí, siendo testigo de su padecimiento, sin poder moverse o hablarle; el dolor de Heidy era suyo y lo sentía casi físico.

Con los meses, cuando supuso que Heidy se convertiría en su mayor fortaleza, sus ocupaciones le hicieron restarle tiempo a ella; sus visitas se hicieron cada vez más esporádicas, hasta que solo iba a verla una vez al mes. Aun así, lo comprendía; la vida no se detenía. Su novia tenía una carrera, un futuro por delante. Sí, lo entendía, pero no por eso dolía menos. Porque la amaba; en su corazón, el amor que sentía por Heidy continuaba intacto, aunque su relación hubiera entrado en una especie de pausa.

Rebecca recordó el día que Heidy llegó con el libro que ella compró y que esperaba con ansias, Doce meses. Cuando le ofreció leérselo, su corazón se conmovió porque a su novia no le gustaba leer. Ese día le leyó el primer capítulo y ella fue feliz, a pesar de su estado. Fue feliz, pues fue una manera de conectar con ella, así lo vio. Ese libro continuaba en la mesita, junto a su cama; podía verlo cuando estaba de lado. Y mirarlo allí, la ponía triste porque Heidy se lo leyó hasta agosto, y ya no lo hizo más. En los últimos meses, cuando iba a visitarla, se sentaba junto a la cama, le tomaba la mano, le hablaba de su vida, de su trabajo y luego guardaba silencio y perdía la mirada en el suelo. Sus dedos ya no le acariciaban la mano, ni sus labios rozaron más los suyos.

Suaves toques del alma (Freenbecky)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora