14 -LA MUERTE DE UN ESPEJO

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Mientras los niños de Winterlander interrogaban a Largo sobre quién se había atrevido a entrar en la mansión, los padres de Pincho querían saber por qué no había vuelto con ellos. Largo se limitó a decir que al ver 'las luces' todos se asustaron y salieron corriendo... que Pincho debió correr en otra dirección. Pero los padres de Pincho no se calmaron con esa explicación y fueron preguntando a los vecinos si habían visto a Pincho. En poco tiempo, todo el que podía mover los pies, estaba acercándose a la casa de Largo y Alambre.

Los rumores de que se estaba formando una horda de linchamiento, llegaron a John Murdock, el jefe del pueblo, quién se acercó corriendo a casa de Pincho para calmar los ánimos con buenas palabras. Pero la multitud se enfureció más.

Hasta ahora, Murdock había mantenido a raya a sus vecinos quitándoles de la cabeza prender fuego a la mansión, pero tendría que emplearse a fondo: Pincho, según todos los indicios se había quedado en la mansión o cerca de ella, quizá en la huida se cayó y quedó inconsciente. No quería que el pueblo pensara que había muerto en la Mansión. Lo único cierto es que el el niño no había vuelto al pueblo con Largo y Alambre...

Como no se calmaban, citó a todos los hombres en su bar en veinte minutos.

El bar de Murdock era el local de reuniones por excelencia. Allí se celebraban, bodas, entierros y todo evento digno de ese nombre.

—Sólo ocho hombres iremos a ver si Pincho está en la mansión, y si está, lo traeremos sin más aspavientos —dijo Murdock con voz autoritaria.

—¡Pero a mi hijo le ha tenido que pasar algo! ¡Siempre vuelve a más tardar al anochecer! —gritó el padre de Pincho.

—Los dos hermanos han vuelto sanos y salvos. Incluso el más pequeño está bien. Así que no nos precipitemos. Seguramente, tu hijo se haya quedado a jugar en las cercanías de la mansión, sólo para hacerte enfadar... ¡No es la primera vez! ¿Verdad? ¡Todos lo sabemos!

—O se puede haber caído y dado un golpe...—dijo otro.

—¡Estamos perdiendo el tiempo hablando! —dijo el padre de Pincho.

—¡Está bien! ¡Dos coches! —dijo Murdock enfáticamente—. Siete hombres conmigo. Los demás calmad al pueblo. No permitáis que nadie vaya a la mansión por su cuenta... Nosotros resolveremos el problema.

Cuando el Reflejo vio que Pincho tardaba en volver en sí, temió que le hubiera pasado algo grave como a Lion, El Hombre Caído, quien estuvo mucho tiempo inerte.

Pero en cuanto lo vio moverse, se alejó para no asustarlo.

Pincho se levantó y se encontró solo. El hecho de que Largo y Alambre hubieran huido pesó más en su ánimo, que el miedo y el aturdimiento por haber perdido la consciencia. No recordaba muy bien qué había pasado, pero si el monstruo lo había golpeado y Largo no había acudido en su ayuda se las pagaría y el monstruo también. Emprendió el camino de regreso golpeando al suelo con furia a cada paso.

El Reflejo no había visto a ningún humano tan enfadado, y supo que los hombres de Winterlander vendrían por la noche.

El Reflejo estaba concentrado en las variaciones de la luz mientras las sombras iban ocupando los huecos y los espacios entre Winterlander y la mansión. Antes que la luna plateara el azul, cuatro estrellas móviles como ojos luminosos se acercaron a la casa.

Los hombres aparcaron los coches, centrando los faros en la puerta de la mansión y enseguida formaron en semicírculo como un pelotón de fusilamiento frente a la casa. Estaban todos callados conscientes de que el sol bajaba tras las montañas y empezaba a ocultar el camino de regreso a casa.

Pero en la mansión no ocurría nada.
Al cabo de unos minutos, los hombres se miraron buscando una razón para seguir allí. La mansión lucía sin vida: ni sonidos, ni luces, ni monstruo. Nada.

Pincho desesperado cogió una piedra y cargó contra la mansión pateando la puerta, pero estaba abierta y se cayó. Los hombres entraron en tropel para defenderlo del monstro de fuego y luces iridiscentes. Pero el Reflejo se mantuvo quieto y transparente. Limitándose a esperar oculto entre los ojos de buey la oscuridad del largo pasillo.

Los hombres empezaron a sentirse tontos por haber hecho caso a Pincho. Pero entonces, Pincho arrojó una piedra contra el cristal de la entrada, con tanta furia que destrozó también el espejo donde se paró Castle antes de irse. El impacto provocó un extraño rugido de cañón hueco y los cristales cayeron como lluvia rota helando los corazones de todos los presentes.

Los cientos de años de superstición convirtieron el tiempo en una taza de gelatina. Los hombres eran incapaces de dar un paso sin tropezar entre sí o caer por los cristales esparcidos por el suelo...

Un silbido los hizo mirar hacia la garganta del pasillo. El miedo quebró sus ojos y sus cuerpos quedaron sin aire cuando vieron caer un dosel blanco del techo.

Ningún hombre se paró a ver más. Huyeron en los coches y no pararon hasta sentirse seguros lejos de la vista de la mansión.

John Murdock, quiso dejar las cosas claras.

—¡Que nadie jamás vuelva a la mansión! Y mantened la boca cerrada sobre este asunto.

Pincho dijo en voz alta lo que todos pensaban, pero nadie se atrevía a preguntar:

—¡Pero nos ha visto! ¿Y si viene a por nosotros?

—¿Al pueblo? Sea lo que sea eso, si comete la equivocación de meterse en nuestro terreno, le ajustaremos las cuentas —zanjó John Murdock

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