Dichoso aquel tiempo

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Me remuevo al escuchar el sonido de la puerta más claro. Los delicados pasos van con moderación hasta mis pies y la camilla termina por hundirse a un costado; abro poco a poco los ojos y la mirada de Irina es atenta y cristalina haciéndome sonreír.

—Creí que no ibas a entrar nunca.

Un suspiro le sale de pronto.

—Bueno, ciertamente no estaba evitándote. Las enfermeras me dijeron que debías seguir descansando. Pero adivina quién rompe reglas desde tiempos inmemorables. —dijo haciendo un gesto que me hizo sonreír internamente —...Hola vieja amiga...

—Hola Nina...

—¡Tks!, joder. —y ahora ya no era solo su voz, sino la expresión de su cara que me incita a levantar las comisuras.

—¿Es posible que puedas estar llorando delante de mí? —digo y ella asiente consecutivamente.

—Es una posibilidad. Pero no lo disfrutes tanto por favor, me parece que soy sensible a eso.

—¿Realmente lo eres? —digo incrédula y ella niega sonriendo conmigo evitando lagrimear.

—Vamos, sabes que no serás menos humana solo por llorar lo que sientes. ¿Por qué todos creen que llorar está mal?

—No, no está mal. Lo sé. Pero, —se acomoda el cabello detrás de la oreja —es que, ya no quiero hacerlo. Lo hice tantas veces cuando te vi, aquí, dormida, intentando ver un movimiento o una respuesta cada vez que te hablaba... Ahora simplemente no quiero. Ahora observas mi rostro y me puedes ver tranquila; saber que estás bien y que me escuchas es más que suficiente...

Y después de sincerarse, imaginé cuántas veces había estado hablándome en ese cómodo letargo; y pensar si alguna palabra dicha reconfortó nuestra historia en esa realidad alterna.

—Irina...

—Lo siento, lo siento. Tú y Hanna, sabes que tú y Hanna ocupan una gran parte de mi corazón. Estamos juntas en esto, siempre ha sido así desde que nos conocimos.

Y aquello bastó también para que recordara cuantas veces cuidamos de ambas; de cómo su hermana menor también nos había hecho madurar y querer disfrutar al mismo tiempo de un rol adulto, pero ante todo, el saber encontrar una confidente que sé solo se iría hasta el día de la muerte.

—¡Oh, vamos! ¡Por favor no quieras que llore ahora! —dice deslizando su pulgar en mis mejillas y puedo ver el brazalete en su muñeca.

—El recuerdo de nuestra amistad es eterno... —aludo tocando la frase bordada en su brazalete.

—Es así como será siempre. Te agradezco por no querer dejarme sola en este mundo de malagradecidos. —de pronto sorbe un poco limpiando sus lágrimas —Hanna prefiere verte cuando ya estés en casa, se incomoda fácil en los hospitales. —asiento viendo otro ramo de flores amarillas que reposan en mis pies pensando que son de ella.

—No puedo imaginarla arrancando flores. Tú y yo sabemos lo delicada que puede ser con la naturaleza.

—¿Estas? Oh bueno, no. Las dejaron en recepción para ti, solo las he traído a la habitación. Pregunté por quién las envió pero explicaron que el repartidor las dejó sin remitente. También, —toma el sobre debajo de las flores —encontré esto frente a la puerta.

Le autorizo a abrirla pero su ceño me hace igualar el suyo cuando saca una hoja en blanco.

—No... hay nada. Ni siquiera un nombre. Tal vez apenas iban a comenzarla y pudo habérsele caído a alguien.

—Aun así, es extraño que esté perfectamente doblada dentro de una carta, ¿no te parece?

—Sí. Por supuesto que lo es. Averiguaré más a fondo.

Cartas a un extrañoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora