Capítulo 3.- La próxima reina

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Ariadne


     César no lo dijo en voz baja; seguramente todos en la sala lo habrían escuchado. Sentí como si el mundo se detuviera por un momento, mi corazón latía frenéticamente, cada palabra suya era como un golpe. La herida abierta de sus palabras sangraba en mi interior, su frialdad me congelaba.

     Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas que amenazaban con brotar. No quería que él, ni nadie más, viera cuánto me dolían sus palabras.

     —Solo no disgustes a estas personas, Ariadne —soltó con firmeza.

     Podía entenderlo; nuestra posición aún no era segura, no mientras él no fuera el monarca.

     —Compórtate adecuadamente, ¿está bien? —me dijo, tomando mis manos y entrelazando sus dedos con los míos. No podía ni mirarle; me negué a alzar la cabeza, porque si veía su rostro molesto una vez más, no tendría la fuerza para controlar mi llanto.

     —¿Está bien? —volvió a preguntar, esta vez con un tono un tanto irritable. A él le gustaba que respondiera de inmediato, no le gustaba esperar.

     —Sí —respondí en voz baja, sumisa, como a él le gustaba.

     —Lo estoy haciendo por la gente del reino y por nosotros —dijo dulcemente—. Gracias por entender.

     —Lo sé —respondí.

     Aunque aún me sostenía de la mano, no dijo una sola palabra. Me había equivocado en algo. ¿Pero en qué? Traté de recordar sus palabras: “Lo estoy haciendo por la gente del reino y por nosotros…”.

     Había olvidado agradecerle; si algo odiaba César era la ingratitud.

     —Gracias —me apresuré a decir, besando los nudillos de su mano.

     Solo entonces escuché un leve suspiro, estaba satisfecho con mis respuestas; por fin sentí que la vida me volvía al cuerpo.

     César me llevó de regreso al salón de té, donde las miradas de todos los presentes se clavaban en nosotros. El murmullo de los nobles cesó al vernos entrar, y el ambiente se cargó de una tensión palpable. Me mantuve a su lado, con la cabeza baja y los nervios a flor de piel.

     La vieja condesa no dejó escapar la oportunidad de soltar un comentario mordaz.

     —Príncipe regente, por favor cuide bien de su prometida —dijo con desdén, mirándome de arriba abajo—. No es propio de una dama respetable actuar como las bestias del campo, sin decencia, sin respeto. Una dama noble debe tener...

     —Elegancia… —añadió la baronesa con una sonrisa cruel.

     —Educación y apariencia… —continuó la señora, disfrutando el momento.

     La condesa lanzó una última estocada, sus ojos centelleando de malicia.

     —¿Ese pelo enredado no se parece al de un perro? —preguntó, su tono educado apenas disimulando el veneno en sus palabras.

     Tuve el movimiento reflejo de tocar mi cabello, pero César apretó suavemente mi mano, como una advertencia silenciosa para mantener la calma. Sabía que cualquier respuesta imprudente podría empeorar la situación, pero el fuego en mis entrañas ardía con una intensidad casi insoportable.

     —Así es, si el príncipe regente desea tener una vida social tranquila, primero debe cuidar bien de su prometida —añadió la callada vizcondesa.

     —Sin mencionar el apoyo a la nobleza de la capital —aportó la baronesa.

     —¿O qué tal si cambias por completo a tu prometida? —preguntó la condesa. Alguien al fondo de la sala soltó una carcajada, relajando el ambiente. Tal vez los demás presentes pensaban que solo era una broma, pero conocía bien la realidad de sus palabras: no era adecuada para César.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora