Capítulo 28.- La más valiosa de todas

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Ariadne



     A la mañana siguiente, tras el alboroto en la sala privada de Lucrezia, una de las damas de mi madrastra me llamó. Me había convocado para clases, y por primera vez conocería a las tutoras de Isabella y Arabella.

     La seguí mientras bajábamos las escaleras centrales, cuando de pronto escuché voces que provenían del salón privado de mi padre.

     —No puedo hacerlo, es muy complicado —dijo Lucrezia. Su voz me hizo detenerme, era claro que la conversación era sobre mí. Con calma, me volví hacia la doncella y le dije:

     —De repente me duele el estómago, creo que necesito ir a mis aposentos un momento. Ve a la tutora y dile que llegaré tarde.

     —Pero, señorita Ariadne... —trató de protestar la mujer.

     —No habrá problema, solo ve y dile lo que te he pedido —respondí. Sabía que en esta casa todo favor tiene un costo, así que me quité los aretes de perlas que llevaba y los guardé en el bolsillo del delantal de la criada. Aunque eran lo único que tenía, valía la pena desprenderme de ellos para asegurarme un favor. —Ten cuidado con lo que le dices a tu señora sobre lo que viste y oíste —le advertí.

     La mujer, sorprendida, asintió en silencio y se marchó rápidamente hacia el aula.

     Yo, por mi parte, me escondí tras una de las columnas y me preparé para escuchar la conversación.

     —Fuiste tú quien decidió traer a Ariadne en primer lugar —dijo mi padre.

     —Eso era entonces; ahora la situación ha cambiado —gritó Lucrezia—. ¡Es tan necia y testaruda que me resulta difícil ayudarla!

     La voz de mi padre, el cardenal, se oyó pronto, pero no ofreció consuelo.

     —Entonces, ¿qué piensas decirle al Conde de Como? La misa mayor se celebrará pronto, ¿acaso la presencia de Ariadne no te tranquiliza?

     —No es mi culpa que ese hombre busque a Isabella —respondió Lucrezia—. Más bien es tu responsabilidad por no aclarar en la carta qué hija le dejaste...

     El cardenal guardó silencio, lo que llevó a mi madrastra a continuar.

     —¿Cómo piensas que podré seguir viviendo al lado de Ariadne? Encuentra otro lugar para ella; eres bueno en eso. Ya no soporto compartir el mismo techo con esa malcriada.

     —Si no puedes vivir más con ella, entonces la casaré con el conde lo más pronto posible.

     Mientras escuchaba, un ruido me sobresaltó. Venía del extremo opuesto del pasillo. Al oírlo, me alejé de la puerta del salón y fingí estar de paso. Eran solo unas sirvientas que pasaban a limpiar. Me saludaron respetuosamente y continuaron su camino, sin darse cuenta de mí.

     Esperé a que se alejaran y, con la respiración entrecortada, me pegué a la pared. La idea de casarme con César me causaba escalofríos. Mi plan inicial de ser sumisa y pasar desapercibida había quedado atrás. Si seguía ese camino, acabaría en el mismo destino: como un reemplazo de Isabella ante los ojos de César, convertida en un mueble más del palacio, útil mientras sirviera, pero desechada miserablemente cuando ya no fuera necesaria.

     No volvería a pasar, era mi momento de actuar.

     Mientras escuchaba la conversación, comprendí las diferentes perspectivas que tenían mis padres sobre Isabella. Para Lucrezia, su hija era una versión mejorada de ella misma, una princesa dorada que debía brillar en todo. En cambio, para el cardenal de Mare, Isabella era su posesión más preciada. Aunque amaba a su hija y deseaba su felicidad, sabía que estaba dispuesto a hacer sacrificios, siempre que su alegría estuviera vinculada a beneficios para él.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora