Capítulo 27.- La lealtad de Sancha

8 2 0
                                    

Ariadne



     A pesar de que esas palabras salieron de mi boca, Lucrezia estaba tan furiosa que no tuvo tiempo de reaccionar y levantó el brazo nuevamente contra Sancha, lista para golpearla con la punta de marfil. En mi mente no había espacio para procesar lo que sucedía; solo sabía que debía proteger a Sancha, era mi deber, mi forma de corresponder a su lealtad.

     Sentí una punzada que recorrió mi brazo con una rapidez aterradora. Justo antes de que la pluma impactara en mi joven sirvienta, me lancé hacia ella y la abracé. No era un abrazo grande, pero era suficiente para resguardarla. El dolor fue intenso, como si un caballo me hubiera golpeado, mientras Sancha soportaba todo eso sola. Una ola de culpabilidad y tristeza me invadió, junto con un hormigueo en mi brazo derecho.

     A pesar de eso, y aunque Lucrezia ya me había visto protegiendo a Sancha, no dudó en levantar la pluma nuevamente, dispuesta a herirme. No hice más que cubrir aún más a Sancha, inclinando su cabeza bajo la mía, y esperé el siguiente golpe.

     Fue en ese momento cuando la voz de mi salvador resonó en la habitación.

     —¡¿QUÉ ES ESTE DESASTRE?! —gritó mi padre.

     Finalmente había regresado a casa. Seguramente los sirvientes le habían informado sobre lo ocurrido, y no dudó en dirigirse a los aposentos de Lucrezia.

     —¿QUÉ CREES QUE ESTÁS HACIENDO EN MI CASA? —repitió mi padre.

     Lucrezia, como poseída, temblaba de rabia y, tras escuchar a mi padre, rompió en llanto.

     — ¿Por qué llegas ahora? ¿Sabes siquiera lo que me ha pasado hoy?

     Entre lágrimas, mi madrastra relató cómo la reina Margarita la había llamado "Señorita Lucrezia", compartiendo la humillación que había sentido y su desgracia. Mi padre escuchó con paciencia, dejándola desahogarse, pero al terminar su historia, hizo una pregunta.

     —¿Qué razón tienes para golpear a esta doncella y a Ariadne al mismo tiempo?

     —Todo es culpa de estas perras —respondió Lucrezia con rabia.

     —¿Por qué la reina Margarita te llamó "Señorita" en vez de "Señora"? —cuestionó mi padre. — Aunque la criada haya tenido la culpa, ¿fue solo por ella que la reina te trató así?

     Los ojos de Lucrezia se movían inquietos. Estaba atónita, como si mil pensamientos lucharan por salir de su mente. Su silencio se extendía, y su rostro se tornaba cada vez más rojo hasta que, enfurecida, exclamó.

     —¡Todo es gracias a ti!

     —¿Qué? —preguntó mi padre.

     —¡Podría haber elegido a cualquiera para casarme! ¡Podría haberme convertido en una esposa noble y corriente! —le reprochó Lucrezia al cardenal. — Pero vine a vivir contigo, y lo hice porque te amo... pero sé que es por ti y tu título que nunca podré ser una verdadera esposa... ¡Me arruinaste!

     Lucrezia no era realmente una belleza, ni provenía de un linaje verdaderamente noble. No habría conseguido un marido mejor que el cardenal. Era razonable pensar que, en el mejor de los casos, hubiera terminado como esposa de un barón, un caballero, un abogado o un médico. Parecía no darse cuenta de que su único talento había sido conquistar al cardenal de Mare.

     —Lucrezia, ¿vas a volver a contar la misma historia? —preguntó mi padre, claramente cansado.

     —Podría haberlo hecho mucho mejor... —continuó Lucrezia.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora