Capítulo 5.- El Conde que fue rechazado

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César


     Lo único que podía oír eran los lamentos de aquella mujer. Ni siquiera noté cuándo salieron de mi boca aquellas palabras que siempre me había negado a decir en voz alta.

     —Siempre fue Isabella, desde el principio fue ella. — me sinceré. — Ella siempre fue la mujer para mí. Quiero decir, el hombre más fuerte siempre tiene a la más hermosa. ¿Te imaginas la humillación que sentí cuando tu padre me ofreció tu mano en lugar de la suya?

     El rostro de Ariadne se deformó, su boca se abrió de par en par, dejándola enmudecida por la sorpresa.

     —Tu hermana era la dama más bella de San Carlo. — le expliqué a Ariadne, que seguía desconcertada. — Les hice una propuesta de matrimonio a sus padres, ¡Agh! ¡Maldita seas! ¡Te ofrecieron a ti, en lugar de ella, por mi bastarda cuna!

     Grité en medio de mi desesperación. Por primera vez en 9 largos años de convivencia con Ariadne, finalmente me había sincerado con ella. Y es que yo, el impresionable César, había sido rechazado.

     No podía negar que Ariadne era una mujer admirable; siempre aceptó mis planes y encomiendas, a pesar de que muchas eran absurdas o peligrosas. Aprendió a amar por mí. Pero no había ninguna oportunidad de que su buena disposición pudiera competir con la belleza de su hermana mayor. Era retrasada, iletrada, pero buena persona; era áspera por naturaleza. Llegué a sentir lástima por ella, por eso pedí obediencia, humillación, sometimiento, con la esperanza de que ella tuviera un lugar a mi lado, pero hasta hoy no había logrado nada.

     —¿Yo fui el reemplazo de mi hermana? — preguntó en voz baja.
No pude evitar una sonrisa desconcertada.

     —¿Reemplazo? — pregunté, avanzando hacia su dirección.

     Extendí mi mano y levanté su barbilla. Por fin Ariadne me estaba conociendo como realmente era, el verdadero César que siempre había ocultado.

     —Querida. — dije irónicamente. — Para ser un reemplazo, el objeto debe tener el mismo valor que el que se está cambiando. Ni siquiera podrías ser el reemplazo de tu hermananita.

     Sentí cómo aquella mujer temblaba, oscilando entre ira y miedo. Solté su barbilla bruscamente, haciéndola caer al suelo, incapaz de sostenerse por sí misma.

     —Apártate de mí vista. No vuelvas a aparecer. — dije, sin poder mirarla. — ¡Giacomo! — llamé a mi ayuda de cámara, que estaba fuera de la habitación de Ariadne.

     —¡Sí, su excelencia, el príncipe regente! — respondió el joven sirviente al entrar en la habitación.

     —Lleva a Lady Ariadne a la cima de la torre occidental. — ordené, sin mirarla. — Pero en secreto, no quiero que nadie más lo sepa.

     —¡Sí, su excelencia! — dijo solemnemente Giacomo, tomando a Ariadne y alejándola de mi vista. Aún recuerdo haberla visto al girarme, solo la vi por unos segundos, siendo arrastrada por Giacomo y dos de mis guardias.

     "Es un castigo excesivo," pensé, "Mañana la sacaré de la torre y pediré que la envíen a una isla remota, donde nadie la conozca y pueda empezar de nuevo." Pero detuve esos pensamientos.

     No podía ser amable.

     No.

     No con aquellos que habían arruinado mi futuro.

     Era bien conocido que el cardenal de Mare era un sacerdote devoto, como muchos de sus contemporáneos. Sin embargo, al igual que muchos de ellos, tuvo varios hijos. Su esposa, o mejor dicho, amante, era Lucrezia de Rossi, una noble de alta alcurnia que le dio tres hijos. Esta mujer no solo era su amante, sino que también realizaba todas las tareas propias de una esposa noble: administraba el hogar, organizaba banquetes, y durante las noches, cumplía su rol de amante.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora