Capítulo 9.- Tu vida por dos ducados de oro

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Ariadne

     Mi vida temprana fue increíblemente difícil. Crecer en una gran finca no fue nada placentero; aunque mi padre, el cardenal, era el legítimo propietario, nunca recibí respeto. A diferencia de mis hermanos que se criaron en la capital rodeados de lujos, yo vivía lejos de la casa principal de la finca. Lucrezia, la amante de mi padre, me confinó en la casa de los sirvientes, por lo que pasé la mayor parte de mi tiempo en un viejo ático del granero.

     No puedo negar que sufrí maltratos y muchas veces pasé hambre. Siendo aún joven, recuerdo la alegría que sentí el día que regresé a San Carlo, a la casa de mi padre. Pensaba que todo cambiaría, pero los maltratos y traiciones fueron aún peores.

     Mi joven yo creía que mi presencia causaba dolor a Lucrezia, recordándole la traición de mi padre, y que esto provocaba su repulsión hacia mí. Pero, como cualquier joven lleno de esperanza y nobleza, pensé que si actuaba con bondad y empatía, sería recompensada de la misma manera.

     Qué ingenua fui. Aquellos a quienes traté con lealtad y amabilidad, como César y mi media hermana Isabella, no dudaron en devorar cada centímetro de mi ser; tomaron todo lo que deseaban y me dejaron moribunda. No dejaría que volviera a suceder.

     "No permitiré que me lastimen de nuevo", me prometí aquella confusa mañana.

     Cerca del mediodía, mientras realizaba las tareas de la granja, escuché a la vieja Gian saludar a un conocido.

     —¡Oh, joven mayordomo! ¿Qué te trae a este lugar tan miserable?

     Niccolo, el mayordomo de rostro frío respondió:

     —He venido a llevar a la señorita Ariadne a la residencia de mi señor...

     —¿Ariadne? ¿Esa chica? —dijo incrédula.— No, ¿la señora...?

     Sabía lo que pensaba la vieja Gian: "¿Lucrezia aceptaría a una bastarda en su noble casa?". La realidad era que sí, Lucrezia me vendería a César si eso significaba salvar a su dulce Isabella de un matrimonio indigno.

     —La señorita Ariadne es muy floja y rara vez se despierta a esta hora —comentó la anciana, tratando de evitar que Niccolo cumpliera su cometido—. Además, necesita bañarse y vestirse dignamente antes de entrar en una residencia respetable...

     Seguramente estaba avergonzada de sus actos. Después de la golpiza, mi rostro estaba lleno de marcas, y la ropa que llevaba estaba sucia y remendada. No dudaba que temía perder su empleo por mi mal aspecto. Pero a mi padre no le importaba mi bienestar; para él, sus hijos eran simples piezas de ajedrez.

      —Eso no es problema para mi señor —respondió Niccolo-. ¿Dónde está la joven de Mare? Debo llevarla de inmediato.

     Recordaba vagamente lo ocurrido aquel día. La vieja Gian se había negado hasta el atardecer a que Niccolo me llevara. Regresé de noche, en medio de la oscura senda. No dejaría que volviera a pasar.

     —La joven de Mare...—dijo Gian, tratando de ocultarme.

     —Soy yo —saludé al mayordomo, llevando una pequeña bolsa con mis únicas pertenencias: un pequeño espejo, recuerdo de mi madre, y un par de viejas camisas—. ¿Ha venido por mí? Eso he escuchado.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora