Ariadne
Cuando levanté la mirada, lo vi a él. Alfonso de Carlo, el futuro rey de Etruscan. A pesar de su posición, estaba sentado en una de las gruesas ramas del árbol frente a mí, con una actitud despreocupada, casi como un niño. Con calma, apartó el libro que tenía en sus manos, lo colocó a un lado y me hizo un gesto, señalando la rama y luego a mí.
—¿Quieres que suba? —pregunté, algo perpleja.
Alfonso asintió, diciendo:
—Aquí arriba no nos verá nadie.
Tenía tiempo de sobra antes de la audiencia con la reina Margarita, y tampoco había prisa por recoger las peonías. Así que, sin mucha resistencia, asentí y comencé a trepar con cuidado el tronco, tratando de no dañar mi vestido.
Aunque me las arreglé para llegar cerca del príncipe, tuve dificultades al intentar pasar del tronco a la rama. El vestido, amplio y vaporoso, flotaba con cada movimiento, pero su enorme faldón me impedía maniobrar con libertad. No tuve problemas para trepar al tronco, pero al intentar pasar a la rama, me encontré en una encrucijada: o sujetaba el vestido o me sujetaba yo. Saltar resultaba casi imposible, pues el faldón se abría como una trampa que podía engancharse en cualquier rama. Si lo soltaba, el delicado encaje blanco podría rasgarse o ensuciarse; si me aferraba a la tela, corría el riesgo de caer. Respiré hondo y me forcé a decidir, pero el equilibrio que necesitaba me exigía ambas manos libres.
Justo en ese momento, su voz suave volvió a resonar:
—¿Quieres que te ayude? —preguntó, extendiendo su mano hacia mí.
No tenía muchas opciones para rechazar su oferta.
Mi situación era evidente: el vestido, la altura y la inestabilidad me habían dejado sin margen de maniobra. Así que, tras un breve instante de duda, le tendí la mano. Alfonso, con un movimiento ágil y seguro, entrelazó sus dedos con los míos, su toque era firme pero delicado, asegurando el agarre. Su calidez me sorprendió, y la fuerza en sus dedos contradecía la suavidad con la que me había hablado.
—Confía en mí
Aunque su agarre era firme, no podía evitar sentir un leve temor. La altura era considerable, y una caída desde esa altura podría dejarme inconsciente, o algo peor. Mis manos comenzaron a sudar, y me aferré a él con más fuerza de la que me hubiera gustado admitir. Supongo que percibió mi miedo, porque en ese instante me dirigió una cálida sonrisa, sus ojos llenos de una serenidad que me reconfortó, y con delicadeza, tomó mi antebrazo con su otra mano. Sus dedos envolvieron mi brazo, brindándome una seguridad inesperada. Con un solo movimiento, fluido y lleno de fuerza, casi me levantó por completo, sin esfuerzo aparente, ayudándome a sentarme junto a él en la amplia rama.
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En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz, Hermana Mía
RomanceEl reino Etruscan se tiñe de sangre cuando César, el hijo ilegítimo del rey, conspira con su prometida Ariadne para usurpar el trono de su medio hermano, Alfonso. A pesar de la devoción de Ariadne por el nuevo rey, su fe se hace añicos cuando él la...