Capítulo 18.-El Refugio Rambouillet

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Ariadne

     Las palabras de Lucrezia no dejaron de rondar mi mente durante toda la noche, perturbando mis sueños

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     Las palabras de Lucrezia no dejaron de rondar mi mente durante toda la noche, perturbando mis sueños. Era como si el eco de sus palabras se entrelazara con las que César pronunció después de aquella fiesta de té:

     —Nada de violencia, en absoluto, sin importar la situación.

     Aunque su tono era firme, había una falsedad en sus palabras; no es que la violencia estuviera prohibida en cualquier circunstancia, sino que quienes no tienen el poder de justificarla no deberían utilizarla.

     La incursión de los soldados de César en el palacio, el asesinato de Alfonso, y mi propia muerte, ¿acaso eso no era violencia? Pero César siempre encontraba una manera de justificarlo todo, diciendo que era por un bien mayor. En aquel momento, llegué a pensar que tenía razón, pero ahora ya no lo veo así. Lucrezia era igual que él.

     Se mostraba como una mujer íntegra, casta, bondadosa; pero en lugar de abofetear a una sirvienta dos veces, prefería darle diez latigazos. Para ella, la afrenta merecía tal castigo, pero desde la perspectiva de Maletta, ¿no habría sido mejor recibir cien bofetadas que diez azotes en el sótano? Seguramente sí. Me revolví en la cama, dándole vueltas a estas ideas.

     Al día siguiente, tendría que partir temprano hacia las afueras de la capital, hacia el refugio de Rambouillet. Me esperaban cinco largos días allí, todo gracias a Isabella. Mi plan inicial era llevar a Maletta a ese lugar; si no me fallaba la memoria, alguien de su pasado la esperaba allí. Pensaba quedarme solo tres días, pero mi hermana convenció a Lucrezia para que extendiera mi estancia. Conocía bien a Isabella y sabía que no tenía ni una pizca de devoción religiosa; sus intenciones eran claras: mantenerme lejos de casa. Probablemente pensaba que esos días serían una pesadilla para mí, pero mi tiempo en la granja me había preparado para soportar tales condiciones.

     Salimos muy temprano en dirección al refugio. El lugar era una antigua casona, situada a unos kilómetros de la capital, más allá de las murallas. No era nada lujoso; de hecho, apenas se mantenía en pie, con paredes dañadas y cubiertas de moho. No era un lugar adecuado para personas enfermas, pero al menos tenían un techo bajo el cual dormir. La reina Margarita se había esforzado por mantener el refugio, aunque era triste ver que sus esfuerzos apenas tenían impacto.

     Desde el pequeño carruaje, podía ver muy poco del paisaje exterior. Mi padre no dudó en usar el carruaje de servicio para llevarnos, a pesar de que tenía un precioso coche de plata, tirado por caballos de piel platinada. Pero nunca me permitiría usarlo, y mucho menos para transportar a una sirvienta. Maletta estaba a mi lado, desfigurada por la angustia. No había rastros de las bofetadas que le había dado, pero bajo su vestido, las cicatrices de los latigazos aún debían estar al rojo vivo en su espalda.

     —Maletta, seremos solo tú y yo durante estos cinco días —dije, tratando de sonar amable.

     Ella no respondió. Necesitaba una doncella en la que pudiera confiar completamente, alguien que no estuviera bajo el control de Lucrezia o Isabella.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora