Capítulo 8.- La regla de oro.

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Ariadne


     El dolor que me invadía era insoportable, como si el fuego me envolviera y quemara sin piedad. La sangre fluía de mi abdomen, como un río desbordado. Mi cabeza golpeó con fuerza el frío suelo, y lo último que alcancé a ver fue a Isabella saliendo, evitando manchar su hermoso vestido con el carmesí que brotaba de mis entrañas, seguida por el soldado traidor.

    Me maldije mil veces, reflexionando sobre lo desdichada que había sido mi vida: sin amor, sin logros. Moriría aquí, en esta torre, sola. Nadie lo sabría, excepto Isabella y quizás César.

     No sé cuánto tiempo pasé en el suelo, pensando "No puedo morir aquí, debo luchar, solo necesito una oportunidad". Rogué mil veces hasta que alguien me escuchó.

     —La regla de oro —susurró una voz en mi oído.

     —Se paga el mal cometido, y se devuelven las buenas obras realizadas. Esa es la regla de oro.

     No entendía lo que significaba. Solo deseaba empezar de nuevo, tener la oportunidad de vivir por mí misma.

     —¿Puedes hacerlo?— preguntó el ser de mil voces.

     Asentí débilmente, incapaz de hablar. Si aquello era una oportunidad, la tomaría. Lo intentaría.

     No había nada más que perder, nada más que lograr.

     Sentí cómo mi cuerpo se vaciaba y un cansancio extremo se apoderó de mí, cerrando inevitablemente mis ojos y perdiendo el conocimiento.



     De repente, sentí una gran bocanada de aire llenar mis pulmones.

      —¡Dios mío!— grité, abriendo los ojos de par en par. Esperaba sentir el dolor mortal de la espada del soldado moro de Isabella, pero no había dolor, ni herida.

     En cambio, miré sorprendida el techo de una vieja casa de madera, con las vigas expuestas. Reconocí ese lugar; había pasado mi infancia allí. Era la finca donde viví cuando era niña: la finca Els Ametllers, una propiedad en la periferia de la ciudad, perteneciente al respetable cardenal de Mare, mi padre.

     —¿Cómo llegué aquí?— pregunté en voz alta.

     Curiosamente, mi cuerpo se sentía ligero y lleno de vida. Levanté mis manos; eran pequeñas y delgadas, con una piel tirante, como la de un niño. Mis grandes pechos aún no se habían desarrollado; era una simple niña delgada, de hombros estrechos.

     Aún confundida, salté de la cama y corrí hacia el viejo y manchado espejo. Frente a él, me sorprendí al ver a una niña de unos 15 años. Era alta y delgada, con extremidades largas. Su cabello negro llegaba hasta la cintura, con una pequeña punta curva. Mis ojos se cruzaron con los de ella, verdes como esmeraldas.

 Mis ojos se cruzaron con los de ella, verdes como esmeraldas

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     No podía creerlo. Era mi yo del pasado.

     Aunque no era del todo yo, algo había cambiado. Debajo del ojo izquierdo tenía un colorido lunar de un tenue color rojo, asemejando la forma de una lágrima. Me llevé la mano para comprobar que era real, y fue entonces cuando vi el segundo cambio en mi cuerpo. Mi dedo anular izquierdo aún estaba presente, pero había adquirido un color más ruborizado que el resto.

     Mientras me miraba en el desgastado espejo, una voz me sacó de mi trance.

     —¡Ariadne!—gritó una anciana, abriendo la puerta. —¡Niña inútil!

     La miré con sorpresa; era la vieja Gian Galeazzo, una de las mucamas de la propiedad y la mujer que había cuidado de mí durante la mayor parte de mi infancia.

     —¡El sol ya está alto en el cielo, pero parece que te da pereza levantarte!— gruñó, agitando la escoba que sostenía en la mano y golpeando al azar mi cabeza y nuca.— ¡Ni siquiera puedes despertar a tiempo! ¿Sabes cuántas personas se están muriendo de hambre ahora mismo por tu culpa?

     Había olvidado el pasatiempo de la vieja señora Gian: golpear a las jóvenes sirvientas, y sobre todo, torturarme a mí.

     Cubriendo mi rostro con las manos, traté de evitar sus golpes, pero eso solo empeoró su enojo. La anciana me persiguió por la habitación con la escoba, golpeando mi cuerpo en el proceso.

     Fue entonces cuando recordé aquella primavera a los 15 años. El día en que el destino me arrojó al mundo social, lleno de bestias, sin nadie que pudiera cuidar de mí.

     Hoy era el día en que regresaría a la casa de mi padre, en la residencia del cardenal en la capital de San Carlo.

Si prefieres escuchar este capítulo, ¡tenemos una versión en audio disponible! Puedes encontrarla en

https://youtube.com/@librosdemilibrero?si=-gm6PjX_9xRVgfr1

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¡Nota!

Esta novela es una adaptación realizada por mí, una fan, para compartirla con otros seguidores que deseen leerla en español. Dado que no está fácilmente disponible en nuestro idioma, o a veces no se entienden ciertas partes, me tomé la libertad de traducirla y adaptarla para todos nosotros.

No persigo fines de lucro; simplemente quiero rendir homenaje a la obra original, y disfrutarla junto a ustedes.

Pd. Trataré de actualizar todos los días😅🤭

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora