Capítulo 26.- Entre el dolor y la culpa

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Ariadne



     Al regresar a la residencia del cardenal de Mare, mi mente fluctuaba entre los recientes eventos: mi creciente cercanía con el príncipe Alfonso y el nuevo atuendo que lucía, un regalo de la reina. Aunque la tarde había sido placentera, sentía que solo era el preludio de algo mucho más oscuro.

     No me sorprendió que, al llegar a la casa de mi padre, el caos reinara en el ambiente, provocado por el escándalo de Lucrezia.

     —¿Señorita Lucrezia? —dijo a gran voz mi madrastra descontrolada—. ¿Está fuera de sí? Sí, es la reina, pero ¿cómo pudo humillarme de esa manera?

     Lucrezia, consumida por la furia, lanzó el jarrón más cercano contra el suelo, como si romper algo pudiera aliviar su rabia.

     —¡Esa maldita extranjera de Gallico! —vociferó con desprecio—. ¿Cómo osa esa forastera insultar a una dama de Etruscan de esa forma?

     Agarró un cuchillo de mantequilla y, con un violento impulso, lo arrojó hacia una lámpara sobre una mesita cercana. Observé cómo la lámpara caía y se destrozaba al impactar. Arabella, temblorosa en un rincón, se cubría los oídos ante el espectáculo aterrador. Isabella, lejos de calmar a su madre, alimentaba su enojo.

     —Tienes toda la razón, madre —dijo en voz alta—. ¿Cómo es posible que después de veinte años de matrimonio siga sin corregir su acento? Me quedé atónita cuando la escuché hablar; estuvo fuera de lugar, madre.

     —Si no puede siquiera adaptarse a esta tierra, ¿cómo espera merecer el afecto del rey? —se quejó Lucrezia a gritos—. Ni siquiera logra retener su atención. Dudo que se vean más de cinco veces al año.

     —¿Eso se llama matrimonio? Si yo tuviera que soportar una vida de esposa sin amor, enloquecería —agregó Isabella—. Preferiría ser una concubina, al menos.

     —Esa extranjera tiene el descaro de maldecirnos, a nosotras, que sí logramos despertar el interés de un hombre, solo porque ella es incapaz de hacerlo —continuó Lucrezia con amargura.

     Ambas competían para ver quién lanzaba el insulto más venenoso contra la reina Margarita.

     —La mujer que realmente tiene poder sobre el rey es la condesa Rubina —comentó Isabella astutamente—. Se rumorea en la corte que la forma más eficaz de hacerle llegar una petición al rey es a través de ella.

     Lucrezia asentía frenética, como si la incentivara a continuar.

     —La condesa Rubina es muy lista —añadió Isabella—. Dicen que el rey planea otorgarle un feudo en la frontera a su hijo, César.

     —Si el Conde César recibe tal honor, siendo hijo de una concubina, ¿qué no podría conseguir? Es el mayor de los hijos del rey. Si la reina Margarita no pudo controlar al rey cuando era joven, ¿cómo espera hacerlo ahora? Ni siquiera ha logrado que su hijo sea el heredero —dijo Lucrezia, arriesgándose con palabras que la llevarían a prisión si alguien más las escuchara—. ¡Esa incompetente!

     —Es verdad, madre —asintió Isabella—. Descarga tu justa ira contra esa mujer. ¡Es tu derecho! ¡Ella fue cruel! ¡Es una mala persona!

     "Me encantaría verte decir eso frente a tu antigua suegra", pensé al escuchar los gritos de Isabella. "Debería aprovechar la confusión para escabullirme a mi cuarto", me dije. Tras mi charla con la reina y mi breve encuentro con Alfonso en el jardín, me oculté cerca de la habitación de Lucrezia, junto a la escalera principal, oyendo los ecos del alboroto.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora