Ariadne
El regreso a la residencia de Mare no fue como mi partida. El carruaje proporcionado por la reina era elegante y cómodo, una obra maestra en cuanto a comodidad y diseño. Sin embargo, el viaje de vuelta no solo se sentía diferente por el lujo de los cojines que amortiguaban cada sacudida del camino, sino por el peso que llevaba conmigo. No era solo el brillo de las joyas, ni el lujo de los presentes que adornaban la caja que tenía a mi lado. Lo que realmente pesaba sobre mis hombros era una responsabilidad tan grande que casi sentía que me doblaba por su magnitud.
No llevaba únicamente un pequeño joyero de baratijas o joyas comunes. El que descansaba a mi lado era una caja de madera de ébano, adornada con detalles en plata fina y casi misteriosos, que albergaba lo que el rey León III había llamado el "corazón del profundo mar azul". Este zafiro era tan largo como mi antebrazo y su valor, aunque incalculable, estaba marcado por la belleza y el poder que confería. Era un regalo hermoso, pero al mismo tiempo, era un peso tremendo que me había sido confiado. El rey no solo me había otorgado un tesoro, sino que me había asignado la responsabilidad de protegerlo, y para alguien como yo, tan joven e inexperta en estos asuntos, el desafío era descomunal. ¿Cómo podría cuidar algo tan valioso? Era algo demasiado grande para mí, un reto que no pedí, pero que, al mismo tiempo, no pude rechazar.
Al llegar a la residencia, me sorprendió ver que Lucrezia, Arabella e Isabella ya me esperaban en la sala de estar. Alrededor de ellas, varias doncellas se encontraban dispuestas a presenciar la entrega de los premios, y sus miradas, llenas de expectación, apuntaban claramente hacia mí. El brillo de sus ojos revelaba la curiosidad y el deseo que sentían por ver qué había traído el rey León III para mí.
Nada más entrar, Arabella, la más impaciente de todas, corrió hacia mí con una sonrisa amplia en el rostro, su entusiasmo difícil de disimular. Sin perder tiempo, exclamó con voz chillona:
—¡Ariadne, ábrelo ya!
No había duda de que su deseo era ver los artículos más grandes y ostentosos que había recibido, aquellos que sin duda estaban contenidos en el joyero que yo llevaba conmigo. Con una rapidez que no me sorprendió, Arabella arrebató el joyero más pequeño de mis manos y corrió hacia los sillones donde ya se encontraban las otras, saltando con la alegría de quien espera ver algo deslumbrante.
Con el corazón aún acelerado por la magnitud de lo que llevaba, me aproximé con cuidado a los demás. Decidí sentarme junto a Isabella, y mientras lo hacía, coloqué el joyero de ébano sobre la mesa de centro. Sabía que cualquier persona presente en esa sala tendría ahora el privilegio de estar ante una de las joyas más codiciadas de la corte. Sin embargo, a pesar de la magnitud de este tesoro, Lucrezia e Isabella estaban más interesadas por las "baratijas", los pequeños accesorios de menor valor que también me habían sido entregados.
Sabía que nadie podría robarme el zafiro sin que yo lo notara. No era solo el hecho de que la joya era imposible de esconder, sino que simplemente ver tal cosa no otorgaba poder. No podían apropiarse de su luz solo con mirarlo. Pero, por supuesto, los objetos de menor valor eran más fáciles de llevar, y las tentaciones estaban a la vista.
Arabella, al ver que las demás no le prestaban atención, se tumbó en la alfombra, frente a la mesita de café, y trató de abrir el joyero. Pero su esfuerzo fue en vano, pues no tardó en recibir un manazo de Lucrezia, quien, con voz autoritaria, le reprendió:
—¿Qué haces abriendo el joyero sin permiso? ¡Pareces una ladrona!
No pude evitar sonreír por el tono severo de mi madrastra, pero sabía que tenía razón. Una dama respetable debía pedir permiso antes de tocar las pertenencias de otra persona, especialmente las de alguien como yo, que había recibido un obsequio de la reina.
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En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz, Hermana Mía
RomanceEl reino Etruscan se tiñe de sangre cuando César, el hijo ilegítimo del rey, conspira con su prometida Ariadne para usurpar el trono de su medio hermano, Alfonso. A pesar de la devoción de Ariadne por el nuevo rey, su fe se hace añicos cuando él la...