Cardenal de Mare
"¿Qué demonios está haciendo esta niña?" pensé, retorciéndome en mi asiento. Estuve a punto de perder el control y saltar hacia el altar. Esto era un problema serio, y no era algo nuevo, ya que desde hace tiempo el Apóstol Acereto y sus seguidores habían sido una molestia.
Era bien sabido que Alejandro Colaiacovo, mejor conocido como el Apóstol Acereto, no era más que un hereje. Sus enseñanzas sobre la humanidad del Santo Gon de Jesarche ya habían causado estragos en las regiones más meridionales del imperio.
Hace meses, el papa Ludovico convocó el Concilio de Trévero para definir la condena contra el Apóstol Acereto, pero el poder de sus seguidores era notable. Al principio, me sentí humillado al no poder asistir al evento, aunque obedecí al Papa; nadie, ni siquiera Lucrezia, supo lo que pensaba, mantuve en secreto mi vergüenza.
Pese al desaire, aproveché la situación, manteniéndome neutral en esa causa. Pero hoy era distinto. Ya conocía bien sus discursos, pero jamás imaginé que sería capaz de armar tal alboroto aquí. Este hombre pretendía socavar los cimientos de nuestra nación, y lo peor era que estaba dando su falso sermón en mi presencia, en mi congregación. Esto podría llevar a que yo mismo fuera señalado como hereje, y perder la cabeza.
Sin embargo, no podía levantarme y expulsarlo de la basílica, puesto que el Papa y el rey León le habían extendido una invitación personal. Interrumpir su discurso sería una ofensa directa hacia ellos. ¿Qué podía hacer?
Todos estos pensamientos me abrumaban cuando mi bastarda, de apenas 15 años, tuvo el descaro de plantarse en medio del altar para debatir sobre teología con un hombre de vasta preparación, mientras ella apenas había recibido clases por un par de meses, ¡y ante toda la capital!
Desesperado, me levanté con la intención de reunir a los demás sacerdotes, detener a mi hija y obligarla a disculparse con ese hombre por causar tal conmoción. En ese momento, un estruendo resonó en la sala. La puerta principal de la basílica se abrió de golpe. Hombres con pequeños sombreros blancos triangulares y una cruz negra en el hombro irrumpieron en la escena. Uno de los sacerdotes a mi lado no tardó en gritar al reconocer su vestimenta.
―¡Son los Vigilantes del Dogma!
Esos hombres no eran simples religiosos, sino agentes de la oficina de su Santidad el Papa. Acababan de entrar a la basílica de San Ercole, avanzando con paso firme a través de la puerta principal. Alrededor de 50 hombres, fuertes y con uniformes que reflejaban su rango y honor, corrían organizadamente en filas por el centro y los laterales del recinto.
Me invadió la vergüenza al ver cómo esos hombres irrumpían en un lugar que estaba bajo mi jurisdicción sin siquiera solicitar permiso. Sin vacilar, me acerqué al vigilante más próximo y le pregunté:
―¿Qué ocurre ahora?
―Cardenal de Mare, venimos de Trévoro por órdenes del Papa Ludovico, con la misión de castigar a los herejes ―respondió uno de los hombres de sotana blanca―. ¿Dónde está Alejandro Colaiacovo, el principal criminal?
Habían dejado claro su desprecio por sus enseñanzas al despojarlo de su título de apóstol. A pesar de la presencia de la guardia, el necio de Acereto seguía en el altar, enfrascado en una discusión con mi hija.
―¡Atrapen al apóstata Alejandro! ―gritó uno de los vigilantes.
Siguiendo la orden del que parecía ser su líder, los sacerdotes bajo su mando corrieron hacia el apóstol Acereto. Dos de ellos lo forzaron a arrodillarse y le ataron las manos a la espalda.
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En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz, Hermana Mía
RomanceEl reino Etruscan se tiñe de sangre cuando César, el hijo ilegítimo del rey, conspira con su prometida Ariadne para usurpar el trono de su medio hermano, Alfonso. A pesar de la devoción de Ariadne por el nuevo rey, su fe se hace añicos cuando él la...