Capítulo 21.- El Pañuelo de Alfonso

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Ariadne


     Lo primero que observé al llegar a la residencia de Mare fue a Lucrezia, esperando en el pórtico de la entrada, con Isabella a su lado y sus doncellas detrás.

     —Madre. —Saludé al bajar del carruaje, con Maletta y Sancha siguiéndome.

     No había dejado a aquella niña moribunda en el refugio; decidí darle una oportunidad para vivir, como se me había dado a mí. Tal vez la ayuda de Sancha me sería útil en el futuro.

     —Ariadne. —Exclamó Lucrezia en voz alta. —Podrías tener alguna enfermedad contagiosa, por lo que no podrás entrar a la residencia hasta que pueda asegurarme de que tu salud es óptima.

     Lucrezia, sin siquiera mirar a mi grupo, giró y entró en su imponente palacete, con su perfecta hija a su lado. Después de todo, yo solo era una bastarda.

     Sin protestar, un par de sirvientes me llevaron al establo, que había sido preparado como mi habitación temporal. El médico le dijo a Lucrezia que podía permanecer allí por unos 10 días; si durante ese tiempo no enfermaba, sería seguro que no tenía nada contagioso.

     Eso me importaba poco; no fue hasta que vi que Maletta y Sancha fueron enviadas directamente al ala de servicio que noté la falta de consideración. Para Lucrezia e Isabella, los sirvientes tenían más privilegios que yo, la hija ilegítima del cardenal.

     A pesar del encierro, pedí a Sancha que discretamente me llevara libros, algo para distraerme, especialmente los de mi habitación. No eran grandes ni utilizados por otros, por lo que nadie notaría su ausencia.

     Una vez pasado el tiempo estipulado, Lucrezia permitió que regresara a casa, y como yo había rescatado a Sancha, ella vino directamente por mí, en lugar de su hermana, y me acompañó de regreso a mis aposentos.

     En el camino, antes de llegar siquiera a la escalera central, Lucrezia, como era su costumbre, nos detuvo. Isabella era su sombra habitual.

     —¿Quién es esta niña? —Preguntó, claramente sorprendida de no haber notado la presencia de Sancha en la casa. Días antes, le había ordenado a la niña que no saliera del ala de servicio hasta que yo pudiera volver a entrar, hasta que pudiera protegerla. Sancha solo se movía por los pasillos para cumplir con mis encargos, específicamente por las noches.

     —Esta niña la he traído yo. —Dije con calma. —La recogí del refugio Rambouillet.

     —¿La has recogido? —Preguntó sarcásticamente. —¿Cómo puedes traer gente de fuera sin mi permiso?

     Lucrezia parecía realmente ofendida.

       —Eres realmente obstinada —continuó la señora De Rossi. —Dijiste que lo sentías, que te habías equivocado, pero sigues siendo tan insensible a tus actos.

      La mujer, a una distancia razonable de nosotras, comenzó a avanzar, pero no hacia mí, sino hacia Sancha. Estaba tan enojada que temí por la seguridad de la niña.

     —No puedo permitir que esta escoria viva bajo mi techo. —Gritó, agitando sus manos con gran furia. —No sé qué enfermedades pueda tener, ¡ASÍ COMO LA HAS TRAÍDO, ÉCHALA DE MI HOGAR!

     Lucrezia parecía descontrolada. No tuve más remedio que colocarme frente a Sancha y recurrir al último recurso que me quedaba: el pañuelo de Alfonso.

     —Madre, por favor mira esto. —Le dije, agitando el pañuelo cerca de su rostro.

     —¿Qué es esto? —dijo Lucrezia, mirando el pañuelo con desconfianza.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora