Capítulo 39.- Vestiduras de Inseguridad

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Ariadne



     Un par de días después del incidente en la Basílica de San Ercole, recibí una carta del palacio. El rey, deseando recompensarme por mis acciones en defensa de la fe durante la misa mayor, decidió ofrecerme algunos obsequios. Sin embargo, debido a sus múltiples obligaciones, encargó a su esposa, la reina Margarita, que fuera ella quien entregara los regalos en su nombre.

     Fue por esta razón, y tras las críticas de la reina hacia Lucrezia, que finalmente el cardenal decidió intervenir en el tema de mi vestimenta. En medio de una comida familiar, no pudo contener su malestar y lo expresó de manera vehemente.

     —¡Todo San Carlo la vio! —exclamó con enojo, después de intercambiar unas palabras con Lucrezia—. ¡La niña estaba hecha un desastre porque no tiene nada decente que ponerse!

     —Cariño, le di todo lo que tenía para darle —respondió Lucrezia a la defensiva—. Incluso le regalé mis aretes de oro.

     —¿Y por qué entonces se viste de esa manera? —replicó mi padre, evidentemente molesto—. ¿Estás diciendo que esos harapos son lo mejor que tiene Ariadne para vestir?

     La tensión en la mesa aumentó considerablemente. Mi padre y su amante continuaron discutiendo, y tras un intercambio de palabras, él me pidió que lo condujera a mi habitación para comprobar, con sus propios ojos, el contenido de mi armario. Deseaba ver por sí mismo lo que tanto presumía Lucrezia.

     Sin oponer resistencia, acepté. Quería ser testigo del rostro de insatisfacción de esa mujer cuando quedara expuesta. Todos subimos, no solo mi padre y Lucrezia, sino también Arabella, Isabella, y varios sirvientes que solían seguir a la amante del cardenal.

    Al llegar al desván, le pedí a Sancha que abriera mi armario. Fue entonces cuando mi padre pudo ver los escasos y desgastados vestidos que su amante me había proporcionado. Tres vestidos eran todo lo que poseía: uno crema que usé para la misa de la reina, otro negro que llevé a la misa mayor en San Ercole, y un sencillo vestido de interior que jamás podría usar fuera. Aparte de los zapatos que traje de la finca, solo tenía otro par, los que llevaba puestos ese día.

      —¡Esto es inaceptable! —exclamó mi padre con incredulidad.

     Con gesto de impotencia, pasó su mano por la frente, mientras Lucrezia permanecía en silencio. No había forma en que pudiera defenderse, pues los libros contables indicaban que había gastado una suma considerable en mi supuesta manutención.

     —No tengo idea de en qué estás gastando mi dinero —dijo mi padre con un tono cargado de molestia—. Es tu deber cuidar mi reputación. Si alguien se enterara de esto, sería una humillación. Asegúrate de vestir y alimentar adecuadamente a esta niña.

     Con gran dificultad, Lucrezia aceptó su error delante de mi padre. Arrodillándose a sus pies, juró, mientras le besaba la mano, que me llevaría a ver a la modista tan pronto como fuera posible.

     Y así fue. Al día siguiente, Lucrezia llamó a la modista de Arabella, madame Lazione. Aunque su taller no tenía el prestigio de las grandes casas de moda que frecuentaba Isabella, al menos tendría algo más digno y elegante que vestir. El taller se encontraba escondido detrás de las grandes tiendas de ropa ubicadas a orillas del río Tíber. No era un lugar ostentoso, pero Lucrezia confiaba en él por sus precios accesibles, especialmente adecuados para las constantes renovaciones del vestuario de Arabella, quien, por su edad y rápido crecimiento, requería ropa nueva con frecuencia.

     Esa misma mañana, la señora Marigny, una de las costureras de madame Lazione, llegó a la residencia del cardenal para tomar mis medidas y discutir los vestidos que se confeccionarían para el verano y el próximo otoño.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora