Capítulo 48.- Acordes de una infancia

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Ariadne


     Después de la derrota del apóstata Acereto y la audiencia con la reina, la calidad de vida de Sancha y mía mejoró considerablemente. Nos otorgaron una habitación que había pertenecido a Ippolito, el hijo mayor del cardenal. Estaba en el ala oeste, contaba con un estudio y una sala de estar, siendo la segunda habitación más grande después de la de mi padre.

     —Es magnífica —comentó Sancha, mientras sacudía con delicadeza la manta de plumas sobre mi nueva cama. Disfrutaba de la suavidad del material, aunque realmente no era necesario agitarla tanto para que quedara perfecta.

     —No necesitas hacerlo todo tú —le dije.

     Desde que nos mudamos, nos asignaron dos nuevas sirvientas, Anna y María, bajo la supervisión de Sancha. Aunque ellas se encargaban de tareas simples como barrer o sacudir, Sancha insistía en ocuparse personalmente de mis asuntos, como guardar mi ropa o ayudarme en el baño. No era algo que yo hubiera solicitado, pero ella lo consideraba su responsabilidad.

     Sancha me lanzó una mirada molesta, frunciendo el ceño.

     —Señorita Ariadne, ¿cómo puede confiar en esas niñas para tocar sus cosas personales? Incluso les permite limpiar su escritorio —dijo, claramente irritada. Me reí ante sus palabras. Su meticulosidad era admirable, pero si seguía así, terminaría agotada.

     Nuestra conversación fue interrumpida por un golpe en la puerta. Antes de que pudiera responder, esta se abrió y apareció Arabella, con un laúd en sus manos, que parecía enorme en comparación con su pequeño cuerpo.

     —No estoy aquí para charlar —dijo desde la entrada—. Vine para vigilarte, por si haces alguna tontería.

 Vine para vigilarte, por si haces alguna tontería

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     Le sonreí y le pregunté suavemente:

     —¿Por qué trajiste el laúd? ¿Te gusta tanto tocarlo?

     —Soy una prodigio del laúd —respondió inflando el pecho con orgullo.

     —¿Crees que solo tienes talento para tocar? —la provoqué.

     —También soy buena componiendo —dijo, ofendida. Arabella tenía solo diez años, y aunque su vida había cambiado drásticamente desde mi llegada, no dejaba de buscar atención. Su madre, Lucrezia, mimaba a Isabella, mientras que Arabella recibía castigos y reproches, a menudo sin motivo.

     —¿De verdad eres tan buena? —le desafié. Arabella, sin dudarlo, se sentó y comenzó a tocar.

     La melodía que salió del laúd era preciosa, una pieza que llenaba la habitación con su suave fluidez. Las notas ascendían y descendían en perfecta armonía, cada una encajando con la siguiente como si hubieran sido predestinadas a encontrarse. Sus pequeños dedos, delgados y ágiles, se movían con una destreza asombrosa sobre las cuerdas, ejecutando complejos arpegios y rápidos cambios de tono con la precisión de un músico experimentado. Era difícil creer que una niña tan joven pudiera tocar con tal maestría, como si el instrumento fuera una extensión natural de su cuerpo. No hubo un solo error en su interpretación; cada vibración, cada eco parecía cuidadosamente calculado, pero al mismo tiempo, lleno de emoción pura. La pieza no solo era técnicamente impecable, sino que también estaba impregnada de una sensibilidad que transmitía algo mucho más profundo. Mientras tocaba, era fácil imaginar paisajes lejanos, montañas en el horizonte o el susurro de un viento suave en la distancia, todo dibujado por la delicadeza de sus dedos sobre las cuerdas.

En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz,  Hermana MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora