6.

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Las pastillas que la enfermera me recetó hacía apenas unas horas me quitó el dolor del tirón. Parecía que no me había hecho nada, o mejor dicho, que ningún inútil de la vida me había hecho nada aunque si movía demasiado el pie tenía algo de molestia.

La venda blanca protegía mi tobillo y lo comprimía y estaba dispuesta a llevar a cabo mi macabro plan.

Hacía menos de una hora, el profesor de educación física, Filippo, vino a mi dormitorio para ver cómo me encontraba. ¿Qué hacía un profesor en los dormitorios femeninos? Y sobretodo, ¿por qué venía a verme? No conseguía explicármelo pero no quería malos entendidos ni confusiones.

Parecía que todas las alumnas del internado se morían por el nuevo profesor de gimnasia, incluso Alessia y Oly hablaban de él sin parar y lo ponían como si fuera el príncipe de un cuento. Yo me limitaba a poner cara de asco ante la mención de los príncipes de cuentos, porque vaya ñoñería. Soñaban despiertas con Filippo y cada vez que lo veían por los pasillos suspiraban y se giraban para mirarle el culo sin disimulo. No se podía hacer nada con aquellas tías locas de la cabeza aunque yo me reía bastante.

La verdad es que estaba bastante bien, para qué mentir. Era un hombre de los pies a la cabeza, rubio, de ojos claros y músculos gigantes. Incluso tenía algún que otro tatuaje pero yo no lo miraba de la misma forma que lo miraban todas las alumnas con todas las hormonas adolescentes a flor de piel. Puede que fuera por mi frialdad, mi manera de ser o mis sentimientos inexistentes, pero pasaba bastante de él, la verdad. De él y de todos los alumnos y alumnas del centro.

Eran las 15:15h. de la tarde y nos sentamos en los asientos que estaban justo enfrente del gimnasio, disimulando, cuando vimos cómo entraban todos los de boxeo, incluido Oliver Ferrara, que me dedicó una mirada de reojo mientras hablaba con sus amigos y estos me miraban. Vaya, ¿estaban hablando de mí? ¡qué ilusión! Nótese la ironía.

Teníamos tres horas para hacer lo que teníamos que hacer y nos pusimos en marcha.

Subimos al segundo piso y nos quedamos quietas en la entrada al ala de los dormitorios, donde había dos caminos en los que uno de ellos iba a los dormitorios masculinos y el otro a los femeninos y cuando no hubo nadie, corrimos al ala contraria a la nuestra.

- ¿Cuál es su habitación? -bajé el volumen de mi voz para que ningún chico que no fuera de boxeo y estuviera en su dormitorio no oyera el tono femenino al otro lado de las puertas.

- La 302 -dijo Alessia con el mismo tono de voz que yo.

Encontramos la habitación al instante y al entrar vimos el desastre de habitación. Había ropa tirada por el suelo, las tres camas sin hacer, ni la de él ni la de sus otros compañeros. El olor a cerrado y el calor se concentraban dándonos a entender que hacía mucho que no aireaban ni abrían las ventanas del dormitorio. Vaya asquerosidad.

Tras media hora intentando averiguar cuál era la cama y el armario de Oliver, lo descubrimos cuando en el cajón de una mesita de noche encontramos una foto suya sonriendo con una niña de unos nueve años, más o menos de la misma edad que mi hermano, con síndrome de Down. Vaya, eso no me lo esperaba. En el reverso de la instantánea se podía leer: ''Oliver y Diana''

La observé durante unos largos minutos que se me hicieron verdaderamente eternos. ¿Quién podría ser? ¿su hermana? ¿su prima? ¿su sobrina? No tenía ni idea pero me gustaba aquella fotografía porque transmitía felicidad, alegría y mucho cariño.

Se podía ver el amor que le tenía a aquella niña pequeña de pelo negro y sonrisa encantadora porque él también sonreía mientras la abrazaba y la niña posaba un achuchable beso en su mejilla. Sonreí por un momento y me recordó, en cierto modo, a las fotografías que yo tenía de mis abuelos. Transmitían lo mismo y también las tenía guardadas para verlas cuando más apoyo necesitara.

Merece la pena odiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora