Oliver Ferrara.
Me jodió más que nada que me castigaran sin pasar las navidades en mi casa, con mi familia, aunque más que con mi familia, quería pasarla con Diana, mi hermana pequeña, a la que adoraba, la mujer de mi vida y a la que la sociedad juzgaba por tener síndrome de Down. Eran unos gilipollas porque no sabían que era mucho más inteligente que ellos juntos. Podía ir perfectamente a un colegio normal, pero no, tenía que ir a un colegio especial para niños como ella. ¿Niños como Diana? Vaya cabrones.
Debía reconocer que cuando Diana nació, yo sólo tenía diez años y cuando me explicaron la especial característica de mi hermana, no lo acepté. La juzgué como muchas otras personas, no la quería e incluso llegué a avergonzarme de ella. Era un puto crío gilipollas como muchos otros que la insultaban y no la conocían.
Me di cuenta de cómo era cuando empezó a relacionarse, a hablar, a andar... el primer beso en la mejilla que me dio y los abrazos a todas horas que llenaban todos y cada uno de los días de mierda que tenía. Se preocupaba, me preguntaba lo que ocurría y asombrado, observaba cómo una niña con síndrome de Down podía ser tan inteligente, darme consejos tan útiles y ayudarme muchísimo más que cualquier otra persona ''normal''
Diana era la niña más cariñosa, más feliz, más alegre y más guapa que jamás había visto. Y ahora pretendían que no pasara la navidad con ella, algo que sabía que a ella la destrozaba y a mí también.
Hablé con mi madre por teléfono y me dijo que Diana se puso a llorar cuando le dieron la noticia de que no podría ir. Se me rompió el corazón y le pedí a mi madre, casi suplicándole, que la trajera a verme al internado, sólo quería hablar con ella. Y así fue.
El sábado mi madre aprovechó que Diana no tenía clase y la trajo al internado. Los alumnos podíamos tener visitas sólo los viernes, sábados y los domingos aunque si ocurría algo grave, tendrían que venir sí o sí.
En cuanto entré en el comedor, que en ese momento estaba vacío y vi a mi hermana con su pelo negro recogido en una coleta alta con un lazo rojo y posó su mirada en mí, sonreí inevitablemente mientras saltaba del regazo de mi madre y corría hasta llegar y tirarse a mis brazos.
- ¿Qué pasa, enana? -sus brazos rodeaban mi cuello y yo rodeé su pequeña cintura mientras inhalaba el dulce olor infantil de Nenuco.
- Oliver, ¿por qué no te dejan venir a casa los imbéciles esos? -dijo con desparpajo, ganándose una reprimenda de mi madre a la vez que yo soltaba una carcajada y ella reía conmigo.
- Tú lo has dicho, son imbéciles -le susurré en el oído, más que nada para que no me oyera mi madre. Después me separé y le saqué la lengua, haciéndole la burla-. En realidad, me porté mal y me han castigado. Como cuando te asomas a la ventana y escupes a la gente que pasa o como cuando tiras juguetes o globos de agua.
Diana rió a carcajadas y me acerqué con mi hermana en brazos hasta donde estaba mi madre sentada. Le di un simple beso en la mejilla que ella recibió con seriedad y cuando nos separamos colocó su moño alto repeinado y sin un solo pelo fuera de su coletero.
- He conocido a alguien -soltó de repente.
- ¿Y quién es? -pregunté con indiferencia.
- No lo conoces, Oliver. Se llama Federico.
Realmente no me importaba. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía la edad de Diana y la verdad es que nunca fui el típico crío toca-cojones que se opone a que su madre rehaga su vida. A mí, sencillamente, me daba igual. Diana era hija de un hombre con el que mi madre duró exactamente cinco meses y diez días. El gilipollas no quiso hacerse cargo de ella y menos cuando supo su ''problema''.

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Merece la pena odiarte
Novela Juvenil¿Qué pasaría si se juntase el fuego con el hielo? ¿la vida y la muerte? Lo mismo que si juntas a Edith Lombardo con Oliver Ferrara, su enemigo desde el primer día en el internado Ancora. Ella es una italiana dura, fría, casi sin sentimientos y harta...