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Recuerdo que cuando éramos niños, a Astrid le encantaba que la llevara al parque. Yo odiaba hacerlo porque significaba verla todo el tiempo para asegurarme de que no cayera o de que nadie se la robara, porque mamá creía que los ladrones iban a los parques para secuestrar específicamente a Astrids. Regresando a lo principal, yo tenía más o menos trece años y era el único hermano que era obligado a acompañar a su hermanita a juegos que eran absolutamente aburridos, que no tenían gracia por ser tan repetitivos y en los que por último, mi tamaño ya no me permitía disfrutar. Las formas en que nuestra mente va madurando a medida que crecemos, me maravilla. Nada me costaba atesorar esos preciosos momentos en los que Astrid descubría cómo atravesar ella sola el "pasa-manos", o dejarla horas de horas en el tope del "sube-y-baja" mientras me rogaba que la bajara. Prefería quejarme con Lucía porque no me dejaba vivir una adolescencia normal, que entre otras cosas, se traducía en reunirme con los vagos de mis amigos a ver páginas pornográficas, que eran el boom de la época y las maravillas del internet.

Sonreí ante el recuerdo tan patético.

Dejé el Monte Carlo aparcado a unas cuadras de un parque muy vistoso de la ciudad y fui caminando hasta él. Me gustaba recibir algo de aire fresco, me ayudaba a relajarme y aclarar mis pensamientos.

Me senté en una banca de madera bajo la sombra de un árbol y eché mi cabeza hacia atrás. Suspiré. Había muchos niños que jugaban junto a sus madres y hermanos. Yo saqué mi celular para ver la hora, pero mi intención real era saber si Alba me había escrito. Pero no había señal de ella. Guardé el teléfono en el bolsillo sin saber qué hora era.

Una pelota llegó a mis pies, y cuando me disponía a recogerla, unos dedos aproximadamente tres cuartos más pequeños que los míos también la alcanzaron. Una respiración agitada de alguien que venía corriendo tras la pelota, le siguió.

Era un pequeña con rizos castaños y ojos tan grandes como lagos. Era una cosa adorable, no pude evitar que se me escapara una sonrisa.

─Es mi pelota, señor─ articuló perfectamente. Tendría unos cinco años aquella regordeta de piernas cortas.

─¿Juegas con pelotas?

─¡Claro que sí!─ gritó bastante entusiasmada─. Cuando sea grande y tenga muchos años más, voy a jugar en el equipo de fútbol del país y seré famosa y meteré muchísimos goles.

─¿Sabes hacer goles?

─Síp. Mi récord son quince.

─Eres buena en matemáticas y en fútbol. Debes de ser la envidia de todas las chicas.

─Las otras chicas me dicen que soy un niño porque juego fútbol. Pienso que son tontas. ¡Pasan horas pintándose las uñas! No tiene sentido, se van a arruinar de todas formas.

─Bueno, hay veces en las que sabemos que nuestro equipo va a perder, porque nos han expulsado a la mitad de los jugadores, pero no por eso los abandonamos, ¿o me equivoco?

─Bueno, no.

─A veces, hay cosas que tenemos que hacer, aunque vayan a arruinarse de todas maneras. Así como a ti no te gusta que te molesten por jugar con pelotas, no deberías criticarlas por pintarse las uñas.

─¡Está bien!

─¿Cómo te llamas?

─Fabiola.

─¡Dame esos cinco Fabiola! Eres una niña muy especial, nunca lo olvides.

Una señora se me acercó, a pasos apresurados y llevaba a dos niños más, uno a cada mano. Supuse que sería la madre de Fabiola, que debió pensar que yo era un roba chicos, o algo por el estilo.

─Te dije que no hables con extraños─ dijo, reprendiéndola.

─Señora, discúlpeme. Soy Julián García y su hija es adorable. Me distraje hablando con ella, espero no piense mal de mí.

La señora me dio una mirada exhaustiva. Se detuvo en mi mandil de cirugía, que tenía bordado mi nombre. Se relajó un poco. Es cuando empiezas a creer en tus docentes, que recalcan lo importante que es la imagen del médico, y que directa o indirectamente, las personas confían en él.

La madre de Fabiola me extendió algunas historias de la niña, e incluso me preguntó qué debía hacer cuando se le subiera la temperatura o le diera algún resfrío. Por lo que pude notar, era una madre soltera. Intentó obtener alguna información sobre mí, pero me mantuve muy reservado. Sin embargo, ella sabía que algo me sucedía. De seguro toda mi situación se me notaba en la cara.

Jugué un par de partidos con Fabiola y terminé abatido. La niña en efecto jugaba bien, y de seguro, si seguía sus sueños, triunfaría.

Mientras iba a casa recordaba con agrado a esa niña con una felicidad muy grande. Es que los niños tienen eso, alegría y no se miden a quién repartirla. Tenía muy presente a Astrid y a mi sobrino o sobrina que nunca nació. Me embargó entonces una nostalgia profunda, dolorosa.

También tenía en mente la pequeña conversación que había tenido con Fabiola. Tenía que hablar con Alba, antes de que lo que estaba ocultando, me comiera vivo.

Pero quizás no tendría que esperar mucho más, porque apenas llegaba a casa a saludar a Lucía, Alba me envió un mensaje que heló mi sangre.

Te espero en el departamento en media hora. Tenemos que hablar.


Otra Forma de Lograr que me AmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora