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Compré en mi camino al departamento una ración bastante generosa de alcohol. Veinticuatro cervezas personales y una cajetilla de los cigarrillos favoritos de Alba.

Estaba nervioso, pero anticipado. Aunque no pude escucharlo, sabía que el tono de Alba era severo. Repasaba una y otra vez lo que debía decirle, la conversación que debíamos tener. Pero en cada intento me reprochaba no satisfacerme completamente. En algún momento de mi meditación fui turbado por el sonido de la puerta. Era el momento.

Entró sin saludarme y fue hasta la habitación del balcón, no sin antes haber tomado una cerveza y un par de tabacos. Cuando la alcancé, estaba fumando y viendo hacia la ciudad. Siempre he recalcado lo pacífico que era ese lugar, y la hermosa vista que tenía.

Alba estaba hermosa. En verdad, tenía un semblante distinto desde que estaba a mi lado y no me importaba sonar como un arrogante. No estaba mintiendo.

Mientras ella bebía de su botella, yo me acerqué a abrazarla por la espalda. Ella no se movió. Empecé a besarle el cuello y deshacer su sostén. Ella no me detuvo, ni me rechazó.

Intenté hacerle el amor, pero no pude. Las imágenes de Doris atormentaban mi cabeza. Alba estaba distinta y distante. Era como si estuviera cogiendo con una desconocida. Después de muchos minutos de actividad infructuosa, salí de ella, me recosté a su lado y la abracé.

─Sabes que vine a terminar nuestra relación─ dijo, y el pecho se me contrajo en un puño.

No le respondí nada, no tenía calidad moral de hacerlo.

Se levantó desnuda como estaba y fue a la refrigeradora por dos cervezas, una de las cuales me extendió. También por más cigarrillos. Se sentó junto a la ventana y empezó a consumirlos.

─¿Cómo lo hace Doris? ¿Estuviste pensando en ella toda la noche, o me equivoco?

─Yo no sabía que Doris iría a ese viaje─ empecé. Necesitaba saber qué tanto era lo que Alba sabía─. Y no tuve nada con ella. Te lo juro.

─No empecemos esto mal. No me mientas, es lo único que te voy a pedir.

─No te estoy mintiendo. Alba, a ti no puedo mentirte.

Alba fue pacientemente hasta su cartera y sacó su teléfono. Me enseñó una foto que nos habían tomado en la playa, donde yo tenía abrazada a Doris por la cintura. De alguna forma se había filtrado, y el responsable de mostrársela a Alba había sido Sergio. Era de suponerse.

─Ahora dime qué tal te lo hizo para por lo menos llevarme un consuelo de por qué mandaste todo lo que teníamos a la mierda.

─No tuve nada con Doris. Debes creerme.

─¡Basta Julián! ¿Soy la única que ve tu mano demasiado amigable en su cintura? ¿Crees que no te conozco? Sé que diez segundos pasada esa foto te la llevaste a follar a la habitación más cercana.

─No voy a discutir eso contigo. Ni te diré que desde ti soy otro hombre, porque eso ya lo sabes. Pero si quieres terminar lo nuestro porque el hijo de perra de Sergio se metió en tu cabeza y te hizo creer lo que él quiso, quedará en ti, no en mí. Yo no me pondré a pelear un lugar que evidentemente se lo quieres dar a él.

─No me hagas esto, Julián. Sé lo suficientemente hombrecito para no echar esto de mi lado. Ha pasado demasiado tiempo para que creas que puedes hacer esto.

─No estoy haciendo nada de lo que no tenga derecho. El último mes lo hiciste terrible para los dos. Fui el mejor hombre que pudiste querer, te pregunté un montón de veces si te ocurría algo, o si había alguna forma en la que podía ayudarte, pero me evitaste todo el tiempo. Es como si no pudieras confiar en mí. Creo que Sergio te es suficiente.

Ella calló.

─¿Él lo sabe todo, no es así?

─No cambies el tema.

─Es que tú lo traes a colación, si tanto te cuesta vivir sin él, entonces deberías casarte con él y comer perdices.

Estaba mal lo que estaba haciendo, lo sabía. Ella sabía que le estaba mintiendo, pero ya no podía echarme para atrás.

─Mírame a los ojos y júrame que no te acostaste con Doris.

Sé que no debí hacerlo. Sé que no debí acercarme a ella y mirarla justo en los ojos. Sé que no debí haber pronunciado las palabras que dije, porque fueron mi sentencia al infierno.

Alba iba a odiarme toda su vida.

─Te juro por la memoria de mi sobrino muerto que no toqué a Doris en ese viaje, que mi primo me llevó engañado y que tampoco sabía que ella iría.

Me dio una mirada que espero nunca más me den, porque sentí que mató algo de mí junto con ella.

Agarró sus prendas, se vistió y se fue a recostar a la habitación contigua. No tenía sentido que la siguiera.

La había herido de la peor forma que encontré, pero no tuve las suficientes fuerzas de decirle a la cara la verdad. Era un cobarde y lo sabía. Merecía que me dejara y me merecía su odio.

Me merecía sentirme como lo peor que había sido creado en el mundo, porque en efecto lo era.

Pasada la media noche, Alba se apareció en mi habitación con dos cervezas y lo que quedaba de la cajetilla.

─No vale que se pierdan─ dijo.

Yo empecé a beber en silencio, al igual que ella. Alba empezó a sollozar y yo no tardé en acompañarla. Las botellas venían una detrás de otra en el mismo impasible ambiente donde las lágrimas rodaban sin cesar. La luz tenue de la luna le alumbraba el rostro. Expresaba un dolor profundo, terrible.

Sé que quiso preguntar por Astrid, y yo por lo que fuera que le había estado sucediendo. Pero ya era tarde. Era tarde para preguntarle que cuántos amores platónicos había tenido de niña, o cuál de los huesos de su cuerpo fueron fracturados cuando se cayó a los seis años.

Era tan tarde para querer saber algo de ella que fuera más relevante y esa falta de tiempo empujaba mis lágrimas como un chorro a presión.

No dijimos nada durante horas.

Cuando desperté, estaba amarrado a su cintura y mi rostro estaba acunado entre sus pechos. Nunca le dije lo mucho que me gustaban. Recordé amargamente la discusión de la noche anterior y suspiré bastante triste. Mis ojos estaban hinchados y cansados.

Busqué sus labios y de inmediato ella despertó. Nos besamos durante varios minutos, gloriosos minutos, largos, febriles. Si fuera muy optimista -o muy estúpido- y quisiera engañarme, diría que se sentía como si la hubiera recuperado.

Pero continuamos sin hablarnos todas esas horas.

La llevé a desayunar algo para que se le despejara la resaca.

─No me dejes, por favor─ dije.

─No me digas ni una palabra, Julián. Vas a hacer que cambie mi opinión y no quiero hacerlo. No quiero.

─Perdón por haberte hecho tanto daño.

─Te odio.

─No más de lo que yo mismo lo hago, tenlo por seguro.

Alba estaba batallando por aguantarse las lágrimas. Parpadeó varias veces y agachó la mirada. Yo me sentía como un miserable.

─No me busques, aunque tengas un problema. Me parte el corazón decírtelo, pero no quiero volver a verte.

─Respetaré tus decisiones, Alba. No te preocupes por eso.

Terminó su comida sin decir mucho más.

─Te amo─ le dije.

Agarré mi billetera, las llaves del Monte Carlo y la chamarra, era una mañana fría.

Me acerqué, le di un beso en la frente y la dejé en ese café.

Ahora me sentía como un ser minúsculo que no tenía el mínimo norte para seguir, y peor aún, ganas suficientes de encontrarlo.


Otra Forma de Lograr que me AmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora