Capítulo 7

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¿Alguna vez se pusieron a pensar en cuán influenciados nos vemos por la rutina y la cotidianidad? Tómense un momento para reflexionar sobre este concepto: nos levantamos (por lo general, siempre del mismo lado de la cama), la primera cara que vemos es la de algún familiar que vive con nosotros (mamá, papá, hermano, da igual, pero siempre es la misma persona), desayunamos lo mismo todas las mañanas e incluso cuando vamos al colegio o al trabajo, siempre tomamos el mismo camino. Pero, ¿Existe alguna forma de escaparse de uno mismo? La respuesta es simple y está más cerca de lo que creemos. Sí, siempre podemos escaparnos de nosotros, o mejor dicho, escaparnos de lo que el sistema monótono que domina nuestro día a día nos impone. El problema reside en que no todos nos animamos a ser quienes queremos ser, porque si bien abandonar la cotidianidad nos resulta tentador, apostar y arriesgar nos reporta una inseguridad paralizante. Y esto es algo que Clara se repetía en su mente una y otra vez. No podía dejar los hábitos. O más bien, podía hacerlo pero, ¿y si Jorge volvía a alejarse de un día para el otro como hace veinte años atrás? En ese caso, lo único que le quedaría es un enorme sufrimiento. Tampoco se animaba a romper con vida cotidiana y buscar a su hija. Tal vez nunca la encontraría. O peor, tal vez lo haría y la chica no querría saber nada acerca suyo.
Todo era una rutina abrumadora, e incluso el dolor, se había vuelto rutinario.

-Clarita -dijo la madre Concepción- tengo que ir a resolver unos asuntos. ¿Podrías cubrirme en el despacho y si viene alguien atenderlo vos?

Imposible decirle que no a Concepción, aquella mujer que tanto la salvó.

Una vez en el despacho, se sentó en el escritorio y se puso a ordenar unos papeles. Quiso completar unas planillas y tras probar todas y cada una de las lapiceras que estaban a su vista y comprobar que no andaban (como de costumbre), se levantó para ir a buscar una birome a su cuarto. Y al abrir la puerta, ahí estaba él para romper con cualquier gramo de monotonía.

-Jorge... ¿Qué hacés acá? -Preguntó la monja.

-Estaba a punto de tocar la puerta para entregarle a la Madre Superiora la planilla de inscripción completa de Pedro-. Respondió el comisario.

-Ah bueno, pasá así me la dejas a mí.

Los dos parados, cara a cara, separados por el escritorio, hablaron acerca de cuestiones escolares, uniforme, bibliografía obligatoria del alumno, entre otras cosas.

-Bien, eso es todo lo básico a conocer de nuestra institución. Ante cualquier cosa la familia del alumno puede acercarse-. Dijo Clara.

-Genial, muchas gracias por todo... ¿Y tus cosas bien? -Preguntó Jorge.

-Tengo que seguir trabajando si no te molesta.

-No me molesta en lo absoluto, al contrario, admiro esa sutileza que tenés para echarme.

-Perdón Jorge, es que... No quiero que estemos mucho tiempo juntos viste, no me hace bien sinceramente.

-Entiendo... -Dijo Jorge cabizbajo. -Mejor me voy entonces.

Se acercó y le dio un beso en la mejilla, beso que duró unos cuantos segundos. En esos segundos, Jorge inhaló con fuerza, y manteniendo su mejilla pegada a la de Clara y hablándole prácticamente al oído, se dejó vencer ante un pensamiento en voz alta.

-Tenés el mismo perfume que hace veinte años-. Dijo en un susurro.

-Jorge, por favor, no me la hagas más difícil-. Dijo la religiosa sin despegar su mejilla de la del comisario.

-Clara, vos ya sos difícil. Y al decir esto, Jorge se separó de ella y se fue.

Y sí, era difícil, todo es difícil de vez en cuando. Pero tampoco sé si tiene sentido que las cosas sean fáciles. Como alguien me dijo alguna vez: "lo que fácil llega, fácil se va.

El hábito de amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora