Capítulo 1

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Ella no creía en la existencia de esas fuerzas místicas que te movilizan a apostar a más, (puesto que se negaba a aceptar que existieran otras voluntades que no fueran las de Dios) pero ese día, puso en duda todas sus creencias.

Él, por su parte, había perdido todo tipo de fe hacía ya más de 20 años, adentrándose en una resignación absoluta. Así es, se había resignado a todo, excepto a una cosa: a soltar. Al fin y al cabo, no estaba tan errado. Por más que queramos, hay cosas que no se pueden soltar porque, por destino o por naturaleza, nos pertenecen.

Domingo, 7 am. El despertador comenzaba a sonar para interrumpir los sueños de Clara, o quizá, para darle inicio a una gran pesadilla.

Salió de la cama, se lavó los dientes, se peinó, se puso su tan reluciente hábito azul y se miró al espejo de la habitación. Su piel, cada día más blanca, contenía pequeñas arrugas en el contorno de los ojos, y cada una de ellas, delataba diversas experiencias vividas, desde abandonar a su hija (producto de un amor pasional que le rajó el alma) hasta la oración de todas las noches antes de dormir.

—Beatríz, ¿no viste mi cofia? —preguntó Clara sin dejar de observarse en el espejo.

—Está en la cocina, Clari. Nieves la estaba por planchar —respondió Beatríz.

Clara se dirigió a la cocina en busca de su cofia. —Andá rápido a la verdulería que nos faltan cosas para le cena de esta noche. Tratá de volver antes de que empiece la misa por favor- le ordenó Carmela. Clara se quedó inmóvil. Es frustrante tener que acatar órdenes. -Dale che, haceme la gauchada —insistió Carmela.

Al ver que no tenía remedio, salió del convento rumbo a la verdulería. Detestaba tener que andar a las corridas. ¿Mirá si no llegaba a misa? Una catástrofe, el apocalipsis versión Anselmo.

No había transitado ni dos cuadras cuando un auto sin patente paró. Un hombre, de unos cuarenta y tanto de años, se bajó del mismo y se paró frente a Clara con una sonrisa.

—¿Usted es del Convento Santa Rosa hermana? —preguntó el hombre simpáticamente.

—Así es, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó Clara con la misma simpatía.

El hombre se acercó a ella y con un arma en la cintura de la monja le indicó que no hiciera ningún escándalo y que subiera al auto sin objeciones.

Al abrir los ojos, pudo distinguir que se encontraba en un lugar algo oscuro, quién sabe en dónde. No veía con mucha claridad, por lo tanto era evidente que la habían drogado en el auto para no ver el camino hacia donde estaba. Atada en una silla y prácticamente sin aliento, logró escuchar la voz del hombre que la había secuestrado.

—Quédese tranquila hermanita, siempre y cuando usted colabore yo no le voy a hacer daño-. Clara no entendía absolutamente nada —me dicen El Tucu, y no por ser de Tucumán, sino que es un apodo cariñoso que me pusieron los chicos de la Villa.

—¿Qué es todo esto? —susurró Clara intentando contener las lágrimas. Estaba aterrada.

—Hace tiempo que vengo investigando los pasos del convento Santa Rosa, y sé que tienen un gran poder adquisitivo mensual. También sé que esa plata no se encuentra en el convento. Pero, ¿qué mejor que una de las hermanitas que vive ahí para que me diga donde esta la plata, no?

—No sé dónde está esa plata, de verdad te lo digo —decía Clara con la voz quebrada.

—Y bue, la tendré que presionar un poquito —dijo el Tucu mientras preparaba un poco de droga líquida en una gasa.

—¿Por qué me hacés esto? —preguntó la monja, devota de la compasión.

—Es una muy buena pregunta —decía el Tucu— usted, seguramente reza todas las noches. Algo marcha mal y recurre a Dios y se llena de esperanza de que todo va a salir bien. Procura ser solidaria y hacer el bien, sin dejar de pensar nunca en el prójimo. Pero déjeme explicarle un poquito cómo funciona la vida: a la gente buena le pasan cosas malas. El costo del bien, es el mal. Y, muchas veces, son las mejores personas quienes deben pagar para cumplir el deseo de quienes no tienen muy buenas intenciones —dijo el Tucu al ponerle la gasa con droga en la nariz y lograr dormir a la hermana Clara.

Bueno, este fue el primer capítulo, ¡ojalá les haya gustado!
Dani Méndez.

El hábito de amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora