57. Tras la tormenta, llega la calma.

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Los cambios. ¿Dan miedo verdad? Es coger todo lo que conoces y tomarlo de cero. No es como cuando de cambias de ropa o de zapatos. No, esto es mayor.

A todos les asusta los cambios y a mí es la que más. Pero jamás podría imaginar que este cambio, me iba a traer al amor de mi vida.

Yo siempre me había aferrado a lo real, a lo seguro, a todo aquello de lo que estaba que iba a acertar.

Todo comenzó aquel frío invierno. Aquel odioso Diciembre cambió toda mi existencia. Mis padres fueron a recoger a mi prima, íbamos a pasar el fin de semana con ella mientras mis tíos iban a un viaje de negocios.

Como no quería estar sola, me amiga me llamó para que fuera a su casa. Se estaba haciendo algo tarde, ya eran casi las ocho y media y se supone que volverían a las siete. Los llamé, pero no me cogieron el teléfono, habrán pillado mal tráfico o algo.

Sobre las nueve volví a casa cené algo ligero y me dormí.

A la mañana siguiente la casa seguía vacía, pensé que habían salido con mi prima al parque, como es pequeña, le gusta mucho jugar en la arena a pesar de que hace mucho frío. Pero me equivoqué. El teléfono de casa empezó a sonar y medio dormida fui a cogerlo.

-Hola muy buenas, llamamos desde el hospital. -dijo una voz femenina al otro lado de la línea.

-¿Qué pasa? -Pregunté alarmada.

-Siento comunicarte que tus padres... -se quedó callada unos segundos.- Han tenido un accidente.

Me quedé muda. ¿Qué era esto?¿Una especie de broma? Pero supe que no lo era, no era posible. El número de teléfono era del hospital. No sabía como reaccionar, que hacer, que decir. Colgué sin decir nada. Me apoyé en una pared porque sabía que mis piernas me fallaban. Me senté en el suelo arrastrándome por la pared y me puse a llorar. Era lo único que podía hacer.

Estaba empaquetando las últimas cosas que me quedaban. Ya había pasado un mes desde el accidente y cada vez que me acordaba se me empezaban a llenar los ojos de lágrimas. Ya no tenía nada a lo que aferrarme, me había quedado sin salvavidas. Todo lo que conocía iba a cambiar. Me voy a vivir a casa de mis tíos. El mismo sitio donde mis padres iban a ir. Pero jamás llegaron a su meta. Cogí mis maletas, las metí en el coche de mis tíos y sin decir nada me subí al asiento de atrás.

Por fin había llegado el verano. Me gustaba mucho más el calor del sol que el frío del viento. Tuve que terminar la ESO en otro instituto. Todo el semestre que me quedaba lo pasé sola, sufriendo en silencio. No necesitaba amigos. No necesitaba la compasión de nadie.

Mis tíos se fueron a trabajar y yo me quedé cuidando de mi prima pequeña, Annie. Vivíamos en una casa pequeña, pero tenía un jardín enorme, sin embargo mi prima siempre se quedaba en el de delante, que era mucho más pequeño, pero le gustaba ver pasar a los coches. Yo me quedé sentada en las escaleras, leyendo un libro y vigilándola de vez en cuando para que no se escapara. Oí un perro y tenía pinta de ser grande. Después oí como un chico llamaba al perro diciéndole que parara. Los ladridos se oían cada vez más cerca. Dejé a un lado el libro e intenté ver de donde procedían. Vi un perro labrador de color negro, algo grande la verdad. Se dirigía a mi prima. Ella gritó y acto seguido dejó sus juguetes en el suelo y corrió para que la protegiera. Le dije que se quedara atrás mía. Cuando el perro se acercó a las escaleras le grité:

-¡Quieto! -puse la palma delante suya en señal de que parara y para mi sorpresa se paró de golpe y se quedó sentado en el césped.

-Butter maldita sea, mamá me va a matar como vuelvas a hacer eso. -dijo la voz de un chico al otro lado del jardín. -Ven aquí.

Era un chico alto, de mi edad podría decir. Tenía el pelo negro azabache y los ojos de color verde azulado. Entró en el jardín, agarró al perro por el collar que llevaba y le puso una correa de color marrón.

-¿Estáis bien? Es algo travieso. -preguntó mirándonos.

-Sí, no pasa nada. -contesté yo.

-¿Cómo has hecho que se parará? Llevo intentándolo los diez minutos que he corrido detrás de él.

-Solo le dije que parara. -volví a contestar.

Se sentó a mi lado sin previo aviso. Empezamos a hablar, bueno, era él quien hablaba, yo apenas decía algo. Mientras tanto mi prima jugaba con Butter, el perro que casi la mata.

Cuando mis tíos volvieron del trabajo me preguntaron por ese chico. Les dije que era solo un amigo.

Ya habían pasado dos semanas y ese chico de pelo negro venía a verme casi cada día. Siempre venía con su perro, pero hoy vino solo.

Estaba sentada en las escaleras como de costumbre y como de costumbre él se sentó a mi lado. Me contó que su perro estaba en la perrera, que era posible que no volviera a verle... Quise controlarme, pero no pude, empecé a llorar sin ocultarlo. Llevaba mucho sin desahogarme.

¿Por qué siempre tenemos que perder a las mejores personas? Me acordé de mis padres. De lo mucho que los quería y la de cosas que íbamos a hacer los tres. Todo tirado por la borda.

No me hizo preguntas, no me dijo nada, solo me abrazó y yo le correspondí. Todo este tiempo me he negado a recibir ayuda y es ahora cuando más la necesito. Después de un rato así, el abrazándome y yo llorando me soltó. Siguió sin preguntarme nada, pero sentía que tenía que explicárselo, quería explicárselo. Y por primera vez en muchos meses me sentí libre, sentí que me había librado de una carga que me estaba devorando la vida.

Él me consoló, vino verme todos los días y otra vez, por primera vez en mucho tiempo, empecé a sonreír, a reír, a alegrarme de la vida, todavía me quedaba mucho por hacer y no quería desperdiciarlo.

Mil y una noches de lectura. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora