Capítulo treinta y cinco.

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¿Han tenido alguna vez esa sensación de impotencia cuando todo a su alrededor se está yendo a la mierda pero tú no puedes hacer nada para evitarlo? Me siento de la misma manera en este momento, mientras limpio el rostro lleno de pequeños hematomas de Kian. El imbécil regreso casi a medianoche a casa, oliendo a alcohol y con unos nuevos y purpurinos adornos en su asquerosa cara.

Paso un algodón sobre su labio partido y lo aprieto con fuerza, casi con odio. Kian toma mi brazo y me aparta un poco, yo solo lo miro con el entrecejo fuertemente fruncido. No le he hablado desde que regresó y eso parece estar inquietándolo, pero no me interesa ni un ápice. Recojo el botiquín de primeros auxilios del suelo y me alejo de él.

—Erin, por favor dime algo. —Me suplica, me agarra del brazo y se levanta mientras me acuna entre sus brazos pero yo lo empujo en el instante para que se aleje.

—¿Qué quieres que te diga? ''Oh Kian, me encantan las nuevas decoraciones que te hicieron en la puta cara; espero que te hayan dolido como el infierno''. —Bramo con ironía infundida de una ira muy palpable.

—Erin, no peleemos, por favor; vengo llegando y...

—¡Exacto, Kian! —lo corto de golpe, sin poder aguantar más toda la presión en mi pecho— Vienes llegando y ya andas en la misma mierda. ¡¿Es qué algún día me dirás que sucede contigo?! Soy tu hermana y me preocupo por ti. —Murmuro lo último con un deje de tristeza en mi voz, aunque recobro la compostura y el caparazón duro regresa casi de inmediato.—Ya no me interesa, haz lo que te de la gana; lo has hecho siempre —estoy mintiendo, y él lo sabe, pero me deja ir; porque conoce perfectamente la actitud del asco que poseo cuando estoy enojada. Subo a mi habitación dando fuertes pisadas y cierro de un portazo, haciendo estremecer el marco de la puerta. Sé que es infantil pero es una manera útil de hacerle saber a Kian cuán enojada me encuentro.

Esa noche no duermo bien, las pesadillas invaden mi subconsciente, haciéndome despertar de golpe varias veces a plena madrugada, empapada en sudor hasta que me resigno a que no podré dormir más.

Me ahogo; el agua cristalina entra por mi nariz y por la boca. Mis pulmones arden y una presión en mi pecho da paso libre a la desesperación. Pataleo, pero me hundo cada vez más. Puedo ver y escuchar todo a mi alrededor, las voces de las personas, sus conversaciones, pero nadie parece verme a mi. Soy invisible y me estoy ahogando. Mi vista se nubla y dejo de luchar, me dejo vencer. Mis ojos se empiezan a cerrar y es cuando miro las dos manos salvadoras que vienen a mi rescate, los héroes: Dante y Kian. Escucho como Kian grita mi nombre pero no puedo apartar mi vista de Dante y de sus ojos tan profundos y azules y como yo podría ahogarme perfectamente dentro de ellos y como no pondría queja alguna. Tomo su mano en un estado casi de limbo, él envuelve sus fuertes dedos en mí y tira con fuerza; antes de salir del agua puedo ver la decepción y la tristeza en el rostro de mi hermano. Cuando salgo, todo desaparece: Kian, las personas que se encontraban alrededor, y ya no estoy mojada. Estoy entre los brazos de Dante y siento calor, demasiado calor. Él me acuna más, y lleva su rostro hasta mi mejilla y frota nuestras pieles. Yo me rio por los pinchazos que me da su barba recortada, él sube su rostro hasta mi oreja y luego la muerde. Gimo. Él vuelve a morder, esta vez encaja fuertemente sus dientes contra el cartílago de mi órgano, yo grito del dolor y quiero apartarme de él pero Dante me aprieta fuerte y no me deja ir.

Estoy ahogándome otra vez, solo que está vez es entre los brazos del hombre que alguna vez amé. Dante lleva su rostro suavemente hacia mi oreja y me da un último susurro de muerte:

—No debiste haberme elegido a mí...

Y entonces la oscuridad me traja; me absorbe, me aleja de lo que más amo, llena mi alma y mis pulmones y yo me dejo ser porque ya no quiero sentir. Ya no quiero sentir que pierdo.

DeuceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora