Capítulo cuarenta.

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—Estúpido Kian... —Susurré entre dientes cuando la contestadora me envió al buzón de voz por doceava vez consecutiva.

Desde hace más de media hora que estoy intentando comunicarme con Kian, y el estúpido no contesta. Es el último día de mi estancia aquí y, tanto Nana, mamá y yo, esperábamos hablar por video llamada con Kian; o al menos platicar unos minutos por teléfono con él.
Mascullo en voz murmurante una sarta de insultos hacia mi hermano y salgo de la sala de espera del hospital y me dirijo hacia la cafetería.

El fuerte olor a café y frituras inunda mis fosas nasales, haciendo que por un momento desaparezca de mis sentidos el tópico olor de los hospitales: lejía, demás productos desinfectantes, y fármacos.
Pido un café con leche para mí y compro un café fuerte para Nana, que no tarda en venir. Falta un cuarto de hora antes de que el horario de visitas este disponible para los familiares, pero yo me quise adelantar un poco ya que la impaciencia empezaba a corroerme en el pecho.

Quiero ver a mi madre y decirle todas las veces posibles que la amo con todo mi ser.

Pago por los cafés y regreso a la sala de espera, donde escucho más plegarias de las que se escuchan en una iglesia y veo más amor de lo que podría verse en cualquier otro lugar. Eso hace la muerte, hace que te amen irreparablemente y que te necesiten más que nunca.
Incluso yo le he rezado con fervor a ese Dios en el que no termino de creer.

Dicen que el miedo es la peor emoción que puedes tener, que te paraliza y te limita, pero yo creo que lo peor que podremos llegar a sentir es la desesperación; esa clase de desesperación de no poder hacer nada, aún cuando lo desees más que cualquier otro cosa. Eso mata una parte de ti que nunca puedes recuperar, eso te carcome desde lo más profundo de tu interior. Eso te rompe.

Saco mi móvil y le marcó otra vez a Kian, con la vaga esperanza de que por fin conteste. Pero mis esperanzas se van por la borda cuando escucho al otro lado de la línea «este número no está disponible».

—Maldita sea —mascullo entre dientes.

—Erin —un pequeño zape en la nuca hace que me sobresalte, me volteo y me encuentro a Nana y a su ceño fruncido—. Nada de maldecir —me reprende y se sienta en el sillón a la par mía.

—Lo siento, Nana —me disculpo y hago una mueca.

— ¿Te contestó Kian? —Me pregunta.

—No, creo que tiene el teléfono apagado —murmuro y tuerzo el gesto.

—Quizá esté estudiando, no te preocupes —me anima y me acaricia el dorso de la mano con sus delgados y huesudos dedos.

—Sí, quizá —le digo, aunque algo dentro de mí me dice que no es así.

Dejo como zancado el tema y le entrego el café tibio a Nana y me tomo el mío a pequeños sorbos. Hablamos de trivialidades mientras que esperamos a que el tiempo se consuma.
Estamos en una conversación acerca de cómo van los estudios cuando una enfermera se nos acerca y nos avisa que ya podemos pasar. Le agradecemos y nos encaminamos a la habitación correspondiente.

Doy un pequeño y suave golpe con los nudillo en la lisa y blanca madera de la puerta con el grabado en negro 125 y luego entro, empujando con lentitud la puerta, dejando que Nana entre detrás de mí. La habitación está en penumbras y las cortinas están cerradas, aún cuando el sol resplandece con plenitud afuera.

Con el corazón desbocado y las manos sudorosas, me acerco casi con temor hacia la camilla donde se encuentra mi madre. Sus párpados están cerrados y el sonido de las maquinas a su alrededor hace que me lata rápido el corazón. Paso mi mano por su frente y bajo hasta su mejilla dejando un camino de pequeñas caricias en su piel, sus ojos se abren y el color azul de sus ojos se posan en los míos y me sonríe a través de la maquina de oxígeno; yo le devuelvo una sonrisa temblorosa.

DeuceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora