Capítulo cuarenta y cuatro.

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ERIN


Cuando crees que la vida no puede ser peor, esta viene y te da una enorme patada en el culo que te hace saber que puede ser mucho, mucho peor.

El alcohol quema en mi garganta cuando le doy un gran trago a la botella de cristal, se me llenan los ojos de lágrimas y siento un ardor en la boca del estomago. Dicen que el alcohol no es la mejor manera de calmar las penas, pero cuando te das cuenta que mientras tú estabas teniendo sexo con un tipo, que luego te trató como menos que una mierda, tu madre estaba muriendo en una habitación de hospital; entonces así sí es permitido tomarse un trago, o dos o quizás la botella entera.

Apoyo la espalda en la pared de mi habitación y sollozo mientras la botella de Vodka empieza a vaciarse.

—Lo siento, lo siento... —murmuro en lo bajo con voz arrastrada.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que Kian me contó que mamá... No lo sé. Es confuso. Sólo recuerdo haberlo empujado con fuerza mientras le decía una y otra vez que era un maldito mentiroso. Recuerdo haber ido a la cocina y haber agarrado la primer botella de alcohol que encontré y haber subido a mi habitación y cerrar la puerta con llave. Y aquí estoy, tan patética, sentada en el suelo y bebiendo mis penas como una pobre desgraciada.

Una risa carente de humor sale desde mi adolorida garganta y las lágrimas bajan constantes por mis mejillas.

¿Cuántas desgracias más tendré que pasar antes de quebrarme? —me pregunto y tomo otro trago.

— ¿Erin...? —Escucho la voz amortiguada de Kian al otro lado de la puerta.

Me quedo quieta unos instantes, en silencio, y luego con la voz ronca y arrastrada vocifero:

—Lárgate.

—Erin, sé que estás mal; yo también lo estoy. Déjame estar contigo, compartir nuestro dolor. Por favor, hermana, no me dejes solo —su voz baja considerablemente cuando murmura lo último.

Se me encoge el pecho y tengo que morderme el labio con fuerza para no sollozar. Trago con fuerza antes de murmurar:

—No lo entiendes...

— ¿Qué no entiendo, Erin? Ella también era mi madre —dice y puedo notar el tinte de ira en su voz.

Cierro los ojos con fuerza y me obligo a respirar lentamente, intentando, aunque en vano, relajarme.

—No es sólo eso —le digo, y la culpabilidad vuelve a atacar mi mente perturbada.

— ¿Entonces qué? —Pregunta con brusquedad.

—Yo... —dejo la frase en el aire, sintiendo un nudo enorme en la garganta que no me deja confesar mis pecados.

—Por favor, Erin. Necesito —todo queda en silencio unos segundos y luego escucho un pequeño sonido que se me antoja a un sollozo—... No quiero estar solo, no en estos momentos. Por favor.

Los labios me tiemblan con fuerza y bajo la vista hasta mis muslos, donde un cardenal de hematomas rosáceos me recorren el interior del muslo. Cierro los ojos con fuerza.
Yo debería haber estado con ella —pienso con dolor.

—Vete. —Le digo a Kian en voz baja.

Lo único que escucho durante unos segundos es mi respiración agitada hasta que escucho a Kian suspirar con fuerza.

—De acuerdo —murmura y, sin necesidad de estar viéndole, sé que está dolido.

Luego de unos segundos escucho sus pasos alejarse por el pasillo. Pasan unos minutos   y, entonces, escucho como una  puerta se cierra con brusquedad.

DeuceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora