Capítulo treinta y siete.

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Una hora después estoy de regreso en casa, con la mirada escrutadora de Kian puesta en mí. 
Termino de empacar mis cosas en una pequeña maleta de mano, antes de cerrarla me aseguro de tener todo lo necesario para mi viaje. 

—Vamos. —Digo volteándome hacia Kian, le respondo un poco tajante y reúso mirarlo a los ojos, todavía estoy enojada con él; frustrada y muy preocupada. 

Mi mente es un torbellino de emociones encontradas; preocupada por el estado de salud de mi madre, angustiada por el comportamiento de Kian y por todas esas cosas que trata de ocultarme con tanta vehemencia, y claro, ¿cómo no mencionarlo a él también? Dante parece casi un chiste cruel en mi inusual vida, es tan lindo y ha hecho cosas que no se olvidan fácilmente. Pero lamentablemente una de esas cosas es algo que no es un recuerdo para nada grato. Y no lo entiendo, no sé cómo Dante puede pasar a ser ese chico que me dejó botada en un estacionamiento con dos chicos aparentemente peligrosos y luego ser ese que baila conmigo al son de las estrellas mientras me susurra la letra de la canción al oído. Simplemente no lo entiendo. 

Y lo más preocupante: no me entiendo a mí. No comprendo mi manera de actuar con Dante, he dejado que me use y aún así sigo dejando que me bese y me diga cosas tiernas al oído; echando mi malos recuerdos de él a una parte inhabitada y solitaria de mi mente. Dicen que el amor nos vuelve ciegos, pero creo que a mí me volvió estúpida. 

Y me estoy cansando de que todos me traten como un chiquilla que no podría ni sumar dos más dos, que me exijan mi confianza ciega y que ellos no sean capaces de dármela a mí. Me siento como un juguete y estoy tan triste, especialmente por mi hermano. No lo quiero perder a él también solamente porque no tiene la suficiente confianza como para contarme sus problemas y aquellas cosas que lo atormentan. 
¿Es que acaso yo he hecho algo para no merecer la confianza de nadie? ¿Tan insulsa me creen? 

Suelto un fuerte resoplido mientras bajo las escalares y parpadeo para que las lágrimas de frustración que se aglomeran en mis párpados no caigan. Clavo mi vista en la ancha espalda de Kian y por un instante me dan ganas de darle una patadita en la espalda para que caiga rodando por las escaleras de lo frustrada que me encuentro. Ese pensamiento me hace delinear una pequeña sonrisa en el rostro. 

Dentro de unas horas estaré junto a mamá y no soporto la espera para volver a abrazarla y decirle cuánto la amo. 

Kian sube mi pequeña maleta en la cajuela del auto mientras yo espero en silencio en el asiento del copiloto. Me coloco mis audífonos cuando Kian entra en el auto y pongo a todo volumen la melodía en violín de Las cuatro estaciones de Vivaldi, la música clásica siempre ha tenido un efecto relajante en mí y si no quiero golpear a Kian mientras está manejando es preferible que me concentre en la melodía y cierre los ojos. 

La música ha dejado de sonar hace rato y lo único que me saca de mi aletargamiento es una fuerte sacudida en mi hombro. Abro los ojos y frunzo el ceño hacia Kian, que me observa desde el marco de la puerta abierta del lado de mi asiento, luego reparo en que ya estamos en la estación de auto buses y que mi maleta reposa en suelo. Guardo mis audífonos dentro del bolsillo derecho de mi pantalón y salgo del auto.  

—Adiós. —Me despido secamente y agarro mi maleta. 

Camino con paso firme hacia la estación para comprar mi ticket de autobús y después de recorrer unos cinco metros de distancia, mis pasos empezaron a vacilar. Di un fuerte resoplido de resignación, dejé la maleta en el suelo y me di media vuelta. Vi a Kian en la misma posición en el que lo había dejado, mirándome fijamente. Le hice una seña brusca con la mano para que se acercara, y al ver mi gesto, Kian casi se echa a correr hacia mí. Se detuvo a unos tres pasos de mí, de un momento a otro lo tuve apretado contra mi cuerpo en un apachurrante abrazo. 

DeuceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora