Capítulo 1

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Estaba bañado en luces y sombras. De puntillas me deslicé hacia la cama, sigilosa como la niebla. Tire de las mantas para ver su cuerpo. Me gustaba contemplarlo cuando dormía, a pesar de que, a veces, me dieran ganas de pellizcarme para comprobar que no estaba soñando. Que aquel era mi marido y aquella mi casa, mi vida. Nuestra perfecta vida. Que en el mundo había quien tenía muchas cosas buenas y yo era una de esas personas.

Bruno se removió, pero no llegó a despertarse. Me acerque un poco más hasta quedar a su lado. Verlo allí tendido, con aquellas largas y musculosas extremidades suyas cubiertas por una piel tersa y tostada por el sol me hacía cerrar los dedos en un puño de ganas de tocarlo. Me contuve porque no quería despertarlo. Quería seguir contemplándolo un poco más.

Despierto, Bru, no era de los que se están quietos. Sólo mientras dormía se relajaba, se suavizaba, se derretía. Y aunque me resultaba difícil creer que era mío cuando dormía, no me costaba nada recordar cuánto lo amaba.

Yo sabía propiciar el engaño a ojos de los demás. Llevaba el anillo y respondía al nombre de señora de Bruno Sainz Micheli. Mi permiso de conducir y las tarjetas de crédito demostraban que tenía derecho a llevarlo. La mayor parte del tiempo nuestro matrimonio se me antojaba algo prosaico, como cuando me ocupaba de la colada y la compra, de limpiar los cuartos de baño, de prepararle la comida para que se la llevara al trabajo o de doblar sus calcetines para guardarlos. En esos momentos nuestro matrimonio era algo sólido, algo con un significado pleno. Duro como el granito. Pero a veces, como cuando contemplaba cómo dormía, la roca se volvía una piedra caliza que se disolvía fácilmente bajo el lento goteo de mis dudas.

La luz del sol se colaba entre las ramas del árbol que se alzaba hasta nuestra ventana, salpicándole en todos aquellos lugares donde me gustaría besarlo. Los oscuros círculos gemelos de sus pezones, las elevaciones de sus costillas, que parecían más escarpadas con el brazo por encima de la cabeza, la mata de fino vello que le empezaba en el estómago para ir a juntarse con el vello más abundante que se alojaba entre sus piernas... Todo en él era largo y esbelto. Pura fuerza. Bruno parecía delgado, a veces incluso frágil, pero bajo la piel era todo músculo. Tenía unas manos grandes y encallecidas, acostumbradas al trabajo duro, pero perfectamente capaces de jugar también.

Me incliné sobre él para rozarle los labios con mi aliento, súbitamente interesada en lo de su capacidad para jugar. Rápido como un rayo me agarró las dos muñecas con una mano y tiró de mí hacia la cama, poniéndose acto seguido encima de mí, y se acomodó entre mis muslos. Lo único que nos separaba era el fino tejido de mi camisón de verano. Se estaba empalmando ya.

- ¿Qué hacías? ¿Estabas viendo cómo dormía?

Él me llevó las manos por encima de mi cabeza haciendo que me estirase.

Dolía un poco, aunque eso hacía que el placer fuera aún más intenso. Me levantó el camisón con la mano libre y ascendió por mi muslo.

- ¿Por qué me mirabas?

- Porque me gusta -contesté yo en el momento en que sus curiosos dedos me hacían contener el aliento bruscamente.

- ¿Tú crees que me gusta que me mires mientras duermo? -sus labios se curvaron en una sonrisa de engreimiento. Sus dedos me tocaban la piel ya, pero aún no se movían. Yo me reí.

-No, probablemente no.

-Pues te equivocas.

Bajó la boca hacia la mía sin llegar a besarme. Yo estiré el cuello, buscando sus labios, pero él los mantuvo apartados lo justo para evitar el roce. Su dedo empezó a trazar el lento movimiento circular que sabía me haría enloquecer. Sentía calor y una presión dura contra la cadera pero, sin poder mover las manos, que mi marido seguía sujetando, lo único que podía hacer para expresar mis quejas era retorcerme.

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