8. Un tal ángel llamado Sebastian Stan. (I/II).

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I. UN TAL ÁNGEL LLAMADO SEBASTIAN STAN

Sebastian Stan.




Había una delgada línea entre estar ebria y estar animada.

Tú ahora estabas relativamente animada. Ese pequeño episodio de tu vida en que te pareces al gato de Alicia del País de las Maravillas. El gato de Cheshire era una alpargata al lado tuyo.

Feliz de la vida, con más de una copa de alcohol sobre tu cuerpo, te dejaste caer de bruces al piso. Ni siquiera sabías donde estabas, pero el enorme golpe que supusiste que te darías nunca se sintió. Es más, el suelo se sintió como las mismísimas y esponjosas nubes del cielo, un algodón de suavidad y finura.

—¿Estás bien?

Gemiste cual ballena varada en respuesta ante la masculina pregunta.

—Uh, bien, creo... —oíste que vacilaba—. Está bien, ven aquí —unos brazos te tomaron de la cintura y tiraron de ti, fugazmente y, estratégicamente, el desconocido consiguió ponerte de pie, aunque tú literalmente te estabas convirtiendo en gelatina—. Eso es. Así estás... oh, mierda, estás sangrando.

—No —apartaste su mano de una guantada—. Son lágrimas. ¿Acaso no ves que estoy llorando?

—Estoy seguro que uno no llora por la barbilla. Tan solo déjame ver tú... ah, sí, lo sabía, no solo es la barbilla, sino también el labio.

Enfocaste tus ojos lo mejor que pudiste, logrando captar enormes ojos azules y unos labios rojizos. Masticaste el aire, imaginándote besándolos.

—¿Eres un ángel? —preguntaste, absolutamente embobada.

El desconocido ángel guardián orientó su mirada hacia tus ojos y te escudriñó.

—Uhm, no, cariño. Soy doctor. Uno que se quedó fuera de su departamento porque aparentemente no le avisó a su prometida que llegaría tarde.

—¿Mi ángel guardián tiene prometida? ¿Por qué? ¿No que los ángeles eran vírgenes hasta la muerte? ¿Qué haces con una prometida? ¿Acaso estoy preguntando en voz alta?

La risa armoniosa del ángel te sorprendió. Encendió todo tu cuerpo como si alguien te hubiera bañado en gasolina y habría lanzado el mechero sin piedad. Luego, algo tarde, captaste que era el dolor del alcohol y el de haber caminado más de tres kilómetros hasta tu casa. Lo bueno, es que no sentías el rostro, así que si sonreías pareciera que llevaras bótox, libre de dolor.

—Lo haces. Y ahora... ¿abrirías la boca para mí? Tengo que revisar que...

—¿Me besarás?

Rió nuevamente. Su risa era un bálsamo inquietante.

—No, no te besaré. Sólo necesito ver si te has roto un diente.

—¿Qué? ¿Te has convertido en dentista tan rápido?

Bajó sus manos y te estudió, aunque no duró mucho, puesto que en cuanto te soltó, fuiste directamente a parar de costado. Por suerte, él alcanzó a sujetarte. Tú solo reíste como loca.

—Me has salvado la vida otra vez.

—De nada. Eres nuestra vecina, ¿cierto? Uh, si no me equivoco... ¿(t/n)?

—Creo que sí. Eso dice mi identificación, señor celestial.

—Bien, (t/n). ¿Quieres que te ayude a entrar a tu departamento? ¿Estás bien yendo tú sola?

Imaginas • Sebastian StanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora