46. Una pluma.

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UNA PLUMA

Sebastian Stan.

-Smut.

...


Caminaste directamente bajo la lluvia. Todos los transeúntes corrían a resguardarse bajo toldos o tiendas que tenían un pequeño espacio para rehuir de la lluvia. Tú, en cambio, te mantenías a un paso normal, como si no estuviera cayendo agua del cielo, como si nada te importase.

Apretaste tu bolso contra tu pecho y trotaste los escalones del edificio. La secretaria te recibió con un cándido saludo que tú correspondiste. Rápidamente tomaste el ascensor al último piso y comenzaste a brincar nerviosamente mientras te sacabas las gotas del cuerpo y del cabello.

Las puertas dobles se abrieron y caminaste directamente hasta tu escritorio, donde se hacían citas para ver al psicólogo Stan. Tu jefe.

Te sentaste y te sacaste la chaqueta, pero el frío te envolvió y la piel de gallina hizo acto de presencia.

—Está helada —una voz masculina y grave se escuchó a tus espaldas y, sin darte tiempo a voltear, unas manos grandes y cálidas se posaron en sus brazos. El contraste de temperatura te envió un escalofrío por el cuerpo, haciendo temblar el doble—. Oh, cielo, ¿está bien, señorita |t/n|?

—Sí —graznaste apenas—. Gracias por preocuparse.

—Un placer. —pero él no apartó sus manos de tus brazos y eso te hizo más consciente de que no querías que se apartara. Disfrutaste de su tacto, de su masculinidad tan cerca de ti. Cerraste los ojos unos momentos y por poco no gemiste cuando él subió y bajó sus manos por tus brazos.

Fue una sensación alucinante.

—Se-señor Stan. —murmuraste para que se detuviera, pero te salió como un gemido y él inmediatamente detuvo su toque. Te maldijiste internamente.

—Lo lamento —el bramó con la voz ronca. Se aclaró la garganta—. ¿Has traído todos los papeles que te pedí? ¿Los de la reunión de mañana?

—Oh... sí, claro, están aquí —dejaste tu chaqueta sobre tu silla y te inclinaste para tomar tu bolso, que por suerte era impermeable—. Cancelaron dos hombres, no podían asistir por temas familiares. Uno canceló por tema de tiempo y una agenda apretada, pero la gran mayoría que usted citó estará presente y a tiempo.

Volteaste para entregarle los papeles, pero, aunque recibió lo que le ofrecías, no apartó los ojos de ti. No supiste si sentirte feliz porque finalmente se fijaba en ti o nerviosa por lo intensa de su mirada.

—¿Hace cuánto que trabaja para nosotros, señorita |t/n|?

«Que no note que llevas la cuenta exacta de los días, las horas y los minutos. Por favor».

—Seis meses, creo. No estoy segura.

«Bien. Eres una buena niña».

El señor Stan la señaló.

—Entonces lo celebraremos. Te enviaré un correo para agendar una cena.

Te quedaste muda. ¿Agendar una cena? Así cómo... ¿una cita? ¿Con él?

—No... no entiendo. ¿Una cena?

—Sí —dijo—. Invitaremos a todos los del piso y también a los de recepción. Puedo pedir un restaurante fino, el que usted quiera.

Imaginas • Sebastian StanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora