24. Quemen a la bruja

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1789

En un pueblo remoto, quizá olvidado de Inglaterra, se alzaba un pueblo extraño. Uno que hacía la diferencia en una nación cristianizada. Era, como se decía de manera tosca, un pueblo pagano politeísta.

Le rendían culto a antiguos dioses, sacrificaban, y hacían tantas cosas socialmente no aceptables bajo una apariencia de pureza típica británica. Aquí no quemaban brujas, las adoraban, eran un regalo tanto como los videntes.

Leah Dudley era quizá una de esas brujas que tanto eran adoradas, pero esta era a la misma vez muy diferente, y se le castigaba cuando se interponía a la voluntad de los dioses. La prueba de ello eran las múltiples cicatrices en la espalda junto a su nueva actitud reservada, como si tuviera miedo y no pudiera irse.

Este era un día cualquiera. En el que se recogían manzanas, se hacían ventas de flores y nadie protestaba por una nueva plaga. Fue el mismo día en el que Jeff Carson junto a algunos compañeros, se quedaron allí por cuestiones de agotamiento, en una posada cualquiera.

A primera, ellos notaron que era un pueblo pintoresco con gente bien educada, sin ninguna limitación que incomodara a sus ciudadanos. Era casi una utopía que al mismo tiempo erizaba el vello, como una alarma silenciosa o el dulce sabor del vino antes de saberse que contenía veneno.

Jeff como buen policía, sospechaba de todo, incluso de aquel lugar. Los otros callaron esas palabras "paranoicas" que él no podía evitar decir, se fueron a tomar unas rondas de cerveza, dejándolo solo.

Un día, sólo un día bastaría para que le hubiesen dado la razón.

Pero los muertos no pueden volver a hablar con los ciegos.

En un intento de búsqueda, Jeff se escurrió entre los rincones más recónditos de aquel pueblo. Estaba oscuro, hasta que algo le llamó la atención.

Su silueta era algo nunca antes visto, ante el cálido color naranja de una hoguera que se extendía a lo alto mientras múltiples alaridos llenaban el ambiente. Pero ella se quedaba estática, casi como si pudiera sentir que ella estaba estupefacta ante algo.

Era una niña, atada a un tronco, suplicando clemencia. En cambio los espectadores, cantando alrededor en una lengua muerta, la veían arder y sufrir.

La mujer intentó correr a las llamas, pero dos personas la contuvieron al parecer con fuerza, pues ella no paraba de retorcerse.

—¡Mátenme! —gritaba casi al unísono con la niña.

Pronto, los gritos de sufrimiento se sofocaron, y el gesto de dolencia en el que se había congelado el rostro de la pequeña, había sido ocultado entre las llamas.

Audiblemente se oía un llanto y a la mujer tendida en el suelo.

Todos se retiraron con lentitud, sin hacer ruido. Dejaron sola a la mujer, contemplando a las llamas de una inocente consumida.

Poco a poco, pudo acercarse a ella. Le resultaba más humana que todo aquel enfermizo pueblo al que había visto sonreír hipócrita en la mañana.

Aunque no fuera el momento indicado, él no pudo evitar mirarla con fijeza. Tenía el cabello castaño, junto a unos ojos cristalizados, casi muertos, de un cálido color ámbar. Susurraba algo a lo bajo, hasta que lo vio.

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