Prólogo

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Corría el año 2000 y una joven pareja norteamericana por fin había terminado de pagar la hipoteca. Además, una nueva vida tomaba forma lentamente en el interior de Judith.

Judith era una mujer alta, tenía el pelo castaño y los ojos claros como el aguamarina. Ese día llevaba el pelo recogido en una larga trenza hacia un lado de la cabeza y un pequeño pañuelo rojo le cubría la frente. Su vestido verde oscuro atraía la atención sobre su blanca piel, que en contraste resplandecía bajo los rayos del sol.

Tom llevaba unos pantalones vaqueros azul marino y la camisa roja con rayas blancas por dentro de estos. Su sonrisa denotaba felicidad por un trabajo bien hecho, aunque sus ojos marrones expresaban un ligero cansancio. Por su frente resbala una gota de sudor que brotaba del nacimiento del cuero cabelludo, oscuro como el tizón.

Aquella tarde hicieron poco más que tender la ropa al aire libre y comerse unas hamburguesas hechas en la barbacoa por el mismo Tom, mientras se deleitaban con la visión del mar en aquella maravillosa época del año.

Los días pasaron y con ello el verano llegó a su fin. El frío otoño llegó y las hojas del manzano que había en el jardín adquirieron una coloración marrón y, con el tiempo, se empezaron a caer. La casa donde vivían era pequeña, pero era su hogar. Tenía un piso de alto y sólo había un baño, dos dormitorios, la cocina y un pequeño salón -si eso se podía considerar espacio suficiente para llamarlo así-, más bien era una pequeña habitación de descanso donde apenas entraban cómodamente cuatro personas.

La pared exterior, que era de madera blanca, estaba rematada con un tejado a dos aguas azul oscuro del mismo color que las ventanas. En la costa, a unos pocos metros, se alzaba un faro de piedra gris, azotado día tras día por el mar y el viento, cuyo foco iluminaba el horizonte cada noche para guiar a los barcos hacia buen puerto.

Ese día en concreto llovía a raudales, tanto Tom como Judith estaban sentados cómodamente en el salón viendo un programa en la televisión con la cena servida en unas bandejas apoyadas en sus rodillas y entrelazaban sus manos cada vez que tenían ocasión.

El invierno pasó rápido abriendo camino a la primavera, que coloreaba los campos haciendo florecer la vegetación y trayendo consigo numerosas especies de insectos. La casa emanaba tranquilidad. Judith ya había optado por los pantalones anchos de embarazada y se movía con cierta dificultad en determinadas circunstancias, pero, siempre que le hacía falta, Tom estaba ahí para ayudarla. Los peores momentos llegaban cuando Tom se tenía que ir a trabajar y Judith y el bebé se quedaban solos. Por suerte, no hubo nada más que pequeños sustos, como un resbalón torpe con la alfombra o una patada del bebé en el momento más inoportuno.

A mediados de marzo, un martes veintiuno, ocurrió el milagro. En un sencillo hospital de la zona, Judith dio a luz a un precioso niño de unos tres kilos con veinte gramos, de piel rosada y una escasa mata de pelo castaño. Después de un rato en el que asearon al bebé y lo prepararon para sus padres, Judith miró a Tom, luego a su hijo y dijo el nombre del niño.

―Jack... Te llamaras Jack. Hola, hijo mío, soy tu madre y esa masa de nervios de ahí es tu padre, Tom.

Judith le entregó su hijo a Tom, que lo cogió con cuidado entre sus brazos y lo acunó suavemente para no despertarlo del todo; la alegría se podía respirar ese día en aquella sala de partos.

*

Siete años más tarde...

La familia Hardy acababa de llegar a casa de hacer la compra y, mientras Judith guardaba unas latas en el armario, Jack y Tom seguían sacando las bolsas del coche.

Defectos de fábricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora