CAPÍTULO VI PESO MUERTO

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Reino de Wondjina, Pie del Valle, año 103 de la "Nueva era".

Noche tras noche en soledad. Había pasado meses arrastrando cuerpos, haciendo hogueras donde quemarlos, recolectando oro y plata y cosas que pudieran ser de valor «¿era posible que esas bestias hubieran recorrido cada rincón hasta matar al último de los bardas?» Cada día que pasaba se le hacía más extraño. «Seguramente los sobrevivientes huyeron a Luyef» —Pensaba.

El taller de esmaltes aun estaba intacto, sus dueños habían salido a defenderse de las bestias y murieron en la calle, Maahiset recogió algunas piezas alveoladas y teñidas por lemosinas junto con unas cuantas vasijas campeadas que había dejado el orfebre del otro lado de la calle. Cruzó para llegar a la tienda de cerámicas y marfiles, y acopió varios cofres y figuras de eboraria de dragones y sajmets, junto con otras piezas de vidriado plateado.

Fue juntando todo lo que recogía en una talega que tenía cerca del árbol viejo de la plaza, y luego continuó andando los valles con el único caballo que sobreviviera. Se lo había regalado Zervan de Nubia, antes de salir.

En medio de aquella pradera, encontró una cabaña que no tenía bosques cerca. Llamó a quienes vivían allí, batiendo las palmas y dando algunos gritos gráciles. Una mujer asomó la cabeza y los dedos por las contraventanas. Era una señora de unos cuarenta años y un hombre diez años mayor que ella, a su lado. Abrieron la puerta de entrada y se inclinaron ante la Reina. Habían perdido todo, pero aun conservaban el respeto.

—Acabamos de llegar de Pie del Valle, la hemos visto Señora, pero no quisimos interrumpirla —dijo la mujer. En realidad, Maahiset estaba llorando cuando ellos la vieron en la plaza, por eso no habían querido presentarse junto a ella—. No sabemos qué ha sucedido, pero lo que hemos visto fue suficiente.

—Las bestias han asesinado a todos. —Explicó la Reina barda.

—Debemos irnos antes de que regresen. —Se alteró la mujer.

—Los soldados de Nubia han acabado a todas bestias y a las cuatro criaturas mayores, los hijos del espejo. Ya no regresarán.

—No nos quedaremos aquí, venga con nosotros mi Reina, no se quede a edificar sobre la muerte. Pie del Valle ya no existe. —Insistió el hombre.

—¿Qué hicieron todo este tiempo que no supieron lo que había pasado? —Preguntó Maahiset intrigada.

—Aquí tenemos lo que necesitamos, solo vamos al poblado si queremos vender o comprar algo. Recién hoy fue que decidimos salir.

Quizás esas personas que se mantuvieron fuera, que estaban alejadas, eran las únicas que habían sobrevivido. No podía ordenarles que se quedaran, y no podía dejar ir a los últimos bardas. Sabía que debía ir con ellos.

—En Pie del Valle era la Reina, a donde vaya no seré nadie... —Se afligió Maahiset.

—Es mejor ser Reina de nada, que de muerte y fantasmas, no hay nada más aquí. —Resumió la mujer.

Maahiset se quedó pensativa. Le costaba decidir de forma apresurada, la mujer tenía razón, pero debía asegurarse de que nadie más estuviera con vida, no se perdonaría el abandonarlo.

—No se vayan todavía, necesito un día más e iré con ustedes. —Imploró— nos marcharemos a Keops a comenzar de nuevo, lo prometo.

—Y ¿si regresan las bestias? —Preguntó asustada la mujer.

—No regresarán, están todas muertas. —Aseguró la Reina.

Primeramente, necesitaba buscar entre las cosas de su abuela. Precisaba también, llevar consigo todo lo que le recordaba su herencia. Sea cual fuera el rumbo nuevo que tomara, nunca debía olvidar quién era y de dónde venía.

Visitó la antigua casa de sillejo y tejas esmaltadas, una de las más lujosas y antiguas de Pie del Valle. Había pertenecido a su familia desde antes de que ella naciera. Recorrió las estancias vacías y revisó todos y cada uno de los muebles refinados con artesonados de mujeres aladas, montañas y valles. En un arca de bargueño bastante vieja de madera de alerce, cubierta por terciopelo rojo e incrustaciones metálicas, encontró una prenda de cendal azul con pequeños engarces escamosos y brillantes. Nunca en toda su vida la había visto vestirla, ni a su madre ni a su abuela. «Las viejas guardan cosas que nunca usarán, durante años y luego se mueren, vaya estupidez.» —Pensó. La recogió de todas maneras, ella sí le daría un uso apropiado o acabaría vendiéndola o cambiándola por algo que pudiera comer, si la situación llegara a requerirlo.

Juró por todos los dioses vivos o muertos, los que caminaron alguna vez entre los hombres, los que le dieron fertilidad a la tierra y le dieron también sequía. Juró y también los maldijo.

Juró que volvería a Pie del Valle, juró que seguiría siendo Reina, que encontraría a su pueblo y reconstruiría la villa. Luego lloró, derramó algunas lágrimas para sellar o borrar su juramento.

Comenzaron a caminar sabiendo que les aguardaba alrededor de una semana de viaje a pie. Dejaban atrás el reguero de muerte, todavía se sentía el olor nauseabundo de los restos de cadáveres pudriéndose. Y en cada altozano, si miraban hacia atrás, podían ver por encima del valle, los cuerpos empalados de las Bestias de la Noche. En cuanto a su gente, solo había podido quemar los cuerpos que estaban en una sola pieza, al menos la mitad estaban despedazados; manos, por un lado, piernas y torso por otro, y solo unos pocos conservaban la cabeza aun pegada al cuello. Y, aun así, no se habían quemado completamente, sino que las tripas todavía quedaban húmedas, escapando a la piel carbonizada. Tardaría un mes en limpiar todo ese desastre y en juntar la suficiente leña para quemarlos a todos. Debía irse, el matrimonio sobreviviente ya no la esperaría y no quería quedarse sola.

Maahiset había decidido que el rumbo más propicio era Keops. Si bien Melqart estaba más cerca, ir a esa ciudad sería el último recurso de un desesperado. Cosas más horribles que convivir con las bestias ocurrían allí.


Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora