CAPÍTULO LXXVIII SOMBRAS SOBRE EL TEJADO

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Imperio de Pa-Hsien, ciudad de Pa-Hsien, año 129 de la "Nueva era".

Acamparon fuera de la ciudad, las puertas de hierro eran altas como una montaña mediana. El muro, de la misma dimensión. Imposible escalar o derribar esa puerta doble. Pero la ciudad no tenía siembra, o ganado, siquiera tenían animales. Nunca había resistido un asedio. Las historias contaban que tiempos atrás, los sajmets se encargaban de proteger el reino, por eso estaba dispuesta de esa manera toda su defensa, pero ahora esos animales ya no existían y cuando las reservas de alimentos se acabaran, afuera estaría el ejército de Luyef aguardando.

Apostaron las catapultas en los flancos.

—El Rey está loco —decía el Primer General de infantería y Senescal de Luyef a uno de sus hermanos, un soldado de menor rango—, me lo ha contado Usins, que ha sido su acompañante durante el viaje a la isla Alejandría, todo lo que ha hecho allí fue regar muerte a niños aprendices para ver lo que tenían dentro, como si se tratasen de gallinas que uno fuera a preparar para la cena.

—No deberíamos estar teniendo esta conversación hermano, si alguien nos oyera...

—Necesito tener esta conversación, contigo que eres mi hermano. —Dijo Ammit.

El soldado se mantuvo en silencio pensando en algo que pudiera decir que fuera del agrado de su hermano y General, pero no se le ocurría nada inteligente que comentar.

—Ahora quiere conquistar este edificio maldito, rodeado de bestias, con templos y claustros de locos. —El Senescal mordió un mendrugo, estaba tan duro que la garganta le quedó reseca, bebió de su cantimplora de vino sin terminar de tragar y continuó masticando como un auténtico cerdo—. ¿Has oído alguna vez del Claustro Negro? ¿Lo que hacen allí?

—¿Es algo peor de lo que las bestias de la noche les hacen a las personas?

—Es algo mucho peor que cualquier cosa que hayas oído.

Freya se paseaba inquieta. Y no era para menos, todo un ejército en su puerta, preparado para saquear, quemar, violar y asesinar.

—¿Qué haremos? —Preguntaba Freya a uno de los guardias que quedaron a resguardar el castillo—. No tenemos más de cien hombres para defender contra un ejército de veinte mil.

—No son más de ocho mil hombres, Señora... —Observó el guardia.

—Ah, entonces sí podemos ganar ¿Acaso eres idiota?

Freya permanecía absorta. No estaba para nada familiarizada con los asedios, y mucho menos con dirigir la defensa de uno. Su pequeño Preas había quedado al cuidado de las nanas de palacio, y ella no dejaba de pensar en lo que le sucedería si el templo llegara a ser invadido.

El ariete gigante golpeaba contra la puerta de hierro. Los muros temblaban.

Los pocos soldados que habían quedado para defender Pa-Hsien estaban a un paso de rendirse. No tenían oportunidad de vencer, quizás ceder el reino en condiciones pacificas evitarían violaciones, saqueos y una destrucción innecesaria.

Las cabezas de la guardia temprana de Pa-Hsien fueron puestas en las canastas de las catapultas. El Rey Urtzi caminaba riendo. Dio la orden y las cabezas volaron por los aires, aun así, no todas lograron cruzar las gigantescas murallas de doble roca y una de ellas impactó contra una de las estatuas de sajmets que protegían el templo.

Freya fue a buscar a su niño hasta la sala donde estaban guarecidas las nanas. Salió al patio barbacana, caminó por los adarves, subió por las escaleras caracol hasta la torre albarrana de los muros que protegían la ciudad e invitó al invasor a hacer un pacto. Aunque sabía que Urtzi estaba demasiado loco, y que, si se sentaba a hablar con él, cabía la posibilidad de que acabara con un puñal en la garganta, de todas maneras, debía intentarlo, era quizás la única oportunidad de salvar su vida y la de su hijo.

—Reclamo salvoconducto para mí y para mi hijo. —Freya sostenía al pequeño Preas en brazos.

—Te será otorgado, solo abre las puertas y no habrá necesidad de muerte para nadie. Entreguen la ciudad de manera pacífica y tú y tu hijo podrán permanecer en la casa más lujosa de la ciudad. —Gritó el Rey de Luyef desde el piso.

Freya ordenó a los guardias que abrieran las puertas de la ciudad. Los soldados de Luyef entraron apuntando sus flechas, espadas y alabardas. Urtzi ingresó sin dudar, bien podía ser una emboscada y una vez muerto el Rey, todo acabaría, pero este Rey era un insensato que solo tenía una idea y era lo único que mantenía ocupados todos sus pensamientos.

Los hombres de Pa-Hsien depusieron sus armas, mientras las tropas de Luyef entraban cautelosas, dispuestas a matar ante el primer movimiento.

—Llévenme al Claustro Negro y nadie morirá. —Prometió.

—Si lo llevo al Claustro Negro todos moriremos, nadie puede entrar ¿para qué querrías ir a ese lugar? —Preguntó Freya.

—Necesito un sajmet sin amo. —Clamó Urtzi.

—Para eso no tiene que ir hasta el claustro, solo sígame. —Aseguró la mujer.

—No trates de engañarme. —Advirtió el Rey de Luyef.

—En las celdas subterráneas, los emperadores criaron por años a los sajmets, las cocineras reales los alimentaban desde un tubo de hierro que llegaba hasta estas celdas, esto se transmitió de padres a hijos durante siglos, pero cuando un usurpador tomó el trono por la fuerza, todo esto se perdió junto con la llave para entrar en ellas.

—¿Y usted tiene esa llave?

Freya descubrió el colgante que tenía entre sus tetas detrás de un escote circular. Era el mismo colgante que Tenten Vilu había arrancado del cuello de Igdrasil. Urtzi la seguía sin titubear, acompañado de cinco hombres de su guardia personal y su hermano Njörd. Ella caminaba cargando a su bebé en brazos, había dejado de llorar y parecía suavemente dormido. Lo besó en la frente mientras sostenía con fuerzas la llave del colgante que había desprendido de su cuello. Fueron hasta las habitaciones, atravesando el salón principal y hasta el mismo Rey del palacio de Keops se maravilló al contemplar esas columnas inmensas que parecían alcanzar el cielo, la perfección con la que estaba diseñada la cúpula del salón, los capiteles lotiformes, el interminable pasillo y la mesa de alerce donde antaño se llevaron a cabo todos los consejos de guerra que Urtzi tanto detestaba.

Detrás del trono del Emperador, había un hueco con una puerta de acero reforzado, donde el amuleto calzó perfectamente cuando Freya lo apoyó. Lo hizo girar hacia un lado y se oyeron algunos sonidos de trabas metálicas abriéndose paso, de engranajes rotando y liberándose, hasta que la puerta se abrió hacia arriba.

Urtzi clavó su espada en la barriga de la mujer. El niño cayó al suelo y el Rey de Luyef le aplastó el cuello hasta que los huesos se le quebraron haciendo un ruido espantoso y dejó de respirar. Sacó de su cinturón una botella diminuta de aguamiel, le quitó el corcho, empapó un pañuelo de lino rojo y se dispuso a entrar.


Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora