CAPÍTULO XXXVI PERDIDOS

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Reino de ciudades libres de Sukavati, ciudad de Sukavati, año 117 de la "Nueva era".

Ahora era Toar quien escribía desesperado a todos los reyes de Laurasia. Hacía dos años que no sabía nada de Selket. Había recorrido todo Sukavati tratando de encontrar a su hija. Al fin y al cabo, él era el Rey aunque nunca se había comportado como tal, su familia y sus consejeros nunca viajaban escoltados, no vestía trajes de oro, ni disfrutaba de banquetes extraordinarios. Él quería que fueran todos iguales, que ningún ciudadano de Sukavati gozara de privilegios. Su hija jugaba en las plazas como todas las demás niñas y casi ninguna le creía que ella era la Princesa, por eso se lo pasaba repitiéndolo a donde iba.

La mesa de roble, de patas con orlas talladas estaba rodeada de asientos diversos formados por planchas, decorados por los clavos que las unían y por cueros trabajados y rellenos de plumas. El consejo estaba conformado por un grupo de hombres viejos de la antigua alquimia, conocedores de los bosques, muchos de ellos venían directamente del Claustro Blanco y habían renunciado a los votos cuando el maestro se había recluido a los Bosques de Pinos Negros. Ninguno tenía nombre y ninguno había querido que se lo nombrara.

—Cosas horribles les suceden últimamente a las hijas de los reyes... —Recordó Toar.

—¿Ha oído acerca de Skadi, hija de Quzah, Rey de Kyoga? —Preguntó uno de los consejeros.

—Me he imaginado el dolor que ese hombre debió sentir y debe de sentir todavía que no ha encontrado su venganza, he leído su carta suplicante una decena de veces. —Toar inclinó la cabeza y sus cabellos lechosos se desparramaron.

—Reforzaremos la búsqueda de la Princesa, ¿cómo es posible que desaparezca así?

Toar estaba a punto de quebrarse en llantos, no había palabras ni consuelos, solo volver a verla. Nada más.

Atrás quedaban risas, llantos de bebé, viajes en carromatos a mitad de la noche para visitar los bosques de sefirots, que parecían ser el único lugar donde la niña cesaba de llorar. Desde el primer día que la llevara allí, luego era prudencial conducirla y hacerla recorrer el paisaje para que esa noche durmiera plácidamente. Selket, lo que más amaba en el mundo, el centro de sus pensamientos. Ya no estaba.

El apetito se le había sellado como las tumbas de los reyes, ese día además hacía demasiado calor y durmió empapado de sudor, deseando que el verano se terminara en ese mismo momento. No quería estar en ningún sitio, ni con ninguna persona. Pensaba que la había perdido, pero eso no podía ser del todo cierto. Todavía le faltaba enseñarle a ser Reina, aunque él no fuera un muy buen maestro en eso. Todavía le faltaba decirle cuanto la amaba unas mil veces más, o tal vez diez mil, cien mil o un millón.

Muchos llegaban al castillo por ganar algún favor del Rey y decían haber visto a la niña siendo encerrada en una cabaña del bosque, otros la habían visto raptada por algún vecino al que odiaban. Así se patearon puertas, se arrestaron a varios violadores de niños que luego fueron castrados, como también se apresó a personas que solo habían sido vistos con alguna sobrina o nieta. Meses completos pasaron y la niña Selket no volvió a verse.

No existía nada peor en el mundo que perder a un hijo amado. Ya había experimentado perder a su esposa, situación que lo devastó, pero ahora se sentía desconsolado. Toar dormía la mayor parte del tiempo, esperando talvez despertar de esa pesadilla, porque esa sensación tan insoportable no podía ser otra cosa, no podía ser real.

La incertidumbre crecía dentro del castillo. El Rey ya no salía de su habitación y los rumores inundaban las calles. Se decía que ya no podía sostener su reinado, que moriría en cualquier momento, que se había vuelto loco.

—Majestad, permítame insistirle en que debe levantarse, hay todo un reino que lo necesita, han llegado decenas de rollos y hay tres heraldos en la sala esperando por usted. —Anunció uno de los consejeros.

—Atiéndelos tú, lee los pergaminos y responde los que creas que se deban responder. —Dijó el Rey sin mirarlo, tapado hasta el cuello con una sábana de lino verde.

—Muy bien Alteza, pero comienza a notarse su ausencia, eso podría ser aprovechado por conspiradores...

Toar le dirigió una mirada recia y continuó acostado. El Consejero salió de la habitación y se encaminó a la sala principal. Allí estaban los otros miembros del consejo tratando de resolver las cuestiones apremieantes del reino.

—El Rey no se presentará... por un buen tiempo.

—¿Qué haremos?

—Gobernaremos en su lugar, de la manera más sabia y evitaremos que esta situación de desperdigue por el reino, no podemos permitirnos ninguna rebelión o estaremos perdidos.

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora