CAPÍTULO XXXV MISERIAS

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Niflhei, ciudad de Lorelei, año 116 de la "Nueva era".

Todavía se podía disfrutar de un tenue sol. En esa época del año, Lorelei era el lugar más agradable de la tierra. Las manzanas crecían hasta que no cabían en las manos de los campesinos, los pastos brillaban verdes y plateados. El Virrey se había asentado en la casa Di-zang, perteneciente a una de las más antiguas familias de Lorelei. Y los miembros más antiguos de la familia, vieron aquel acto como un atropello que debía ser vengado.

El Virrey Talo era un hombrecillo de mal carácter, ordinario y precipitado. Odiaba el frío, odiaba el Niflhei, odiaba a los hombres y mujeres del Niflhei, odiaba la comida, la cerveza, las pieles. Todo en ese asqueroso lugar solo le provocaba odio. El odio era el único sentimiento que crecía día tras día, el amor solo se iba apagando.

Hacía tres años que esperaba un derrocamiento. Había llegado un refuerzo de tropas para defender su virreinato. Un miedo se había instalado desde aquel momento en su corazón, pero con el correr de los meses se fue apagando y el aburrimiento lo fue sustituyendo nuevamente, no había guerra, nadie iba a tomar el control de Lorelei, a la gente siquiera le importaba quién estuviera al mando, tenían otras preocupaciones más vitales, como el frío y el hambre que podrían llegar de momento a otro. Desde la torre albarrana acariciaba una singular vista al Itr-âa, apoyaba los codos en los marcos de las ventanas conopiales y observaba a los pescadores de focas.


Afueras de la ciudad de Lorelei.

Los días se devoraban unos a otros, las mañanas se repetían como si fuera importante que la vida continuase con su farsa de intereses y de espantos.

—Con un plomo lo suficientemente pesado, podremos pescar del fondo, hay correntadas de agua tibia y los peces las aprovechan. —Explicaba Irmin a Zenenet. La niña sacudió sus cabellos dorados al contrario de la ventisca.

Algunas salientes de las rocas encallaban contra la tierra y el hielo, los témpanos se separaban muy a menudo por el peso de los osos blancos y se volvían a sellar por el mismo frío. El sol pegaba haciendo brillar todos los reflejos en el hielo, pero aun así era una tenue caricia tibia.

—Hace tanto tiempo que no visito a mi hermana, ya hasta debe estar casada, quizás tiene uno o más niños —comentó Irmin—. Ella siempre decía que si tenía un niño lo llamaría como nuestro padre.

—¿Cómo se llamaba su padre? Señor. —Preguntó la niña.

—Arhat.

—Cuando tenga un niño le llamaré Arhat... —Dijo Zenenet.

De pronto uno de los hilos tironeó con fuerza, se podía adivinar el tamaño del pez. La niña saltó de alegría y su padre la abrazó acompañándola en sus saltos. Regresaron a la cabaña saboreando el trofeo.

La mujer sirvió el estofado de pescado en los recipientes de metal romo y de un acabado algo desparejo, de todos modos, cumplían con su función. Lilit era una excelente cocinera, todo lo que preparaba salía exquisito.

—Los guardias del Virrey hoy golpearon a una niña —comentó Zenenet.

—No te preocupes a ti no te sucederá nada. —Aseguró el padre.

—Sí, ya lo sé. —Dijo la niña convencida.

—No lo sabes, —repuso la madre mirando ceñuda a su esposo y viró hacía su hija— ni tú tampoco, por eso debes cuidarte.

—Yo lo sé —desafió la niña.

—¡Basta! No contradigas a tu madre —gritó Irmin golpeando la mesa de madera forrada de piel trabajada, con la palma de la mano abierta.

La niña se puso de pie y se fue a dormir a su cama. El padre la siguió y se sentó a su lado. No le gustaba levantarla en peso, pero no debía contestar a su madre.

—¿Por qué no debo contradecirla cuando está equivocada? —Preguntó Zenenet esquivando la mirada, sus ojos cristalinos evadieron los marrones y firmes de su padre.

—Porque no sabes que está equivocada. —Afirmó Irmin.

—Pero yo he visto...

—Solo sabes que has visto cuando eso se cumple, hasta entonces no has visto nada. Tu madre quiere protegerte, es tu madre, no puedes contradecirla cuando te pide que te cuides a ti misma.

—Pero yo sé cosas...

El rostro del padre se puso serio y rígido.

—Sí, padre. —Al final debía obedecer.

El siguiente día amaneció con algunas nubes en el cielo anunciando una tormenta helada. Había pasado el mediodía y las ventiscas del sur quemaban la carne, pero no de la forma en la que el fuego quemaba. El único que parecía no sentirlas era su perro: peludo. La acompañaba a todos lados. Era como un oso bebé, de pelaje grueso como el de una oveja, de color blanco y de ojos rojos. Zenenet jugaba con él mientras sus palos de pesca estaban colocados, y sus trampas para conejos, escondidas.

El crujido fue similar al que hace una rama de árbol cuando cae partida por el viento. El hielo se quebró y peludo cayó al río, hizo algunos movimientos, pero el frío de las heladas aguas hizo su trabajo en pocos instantes y el animal ya no se movió. La niña comenzó a sacarse las prendas de piel que la vestían, y desnuda se clavó en el agua como una flecha en un queso. Emergió, pero todavía estaba lejos de peludo, dio una, dos, tres brazadas y lo alcanzó del lomo. El perro estaba inmovil. Cualquier otra persona hubiera muerto congelada junto al animal, pero a Zenenet parecía no afectarle el frío. Nadando llegó hasta la orilla de hielo y lo sacó del agua. Su piel era tan blanca que por momentos parecía estar congelada. Lo levantó en brazos y lo acomodó sobre sus pieles y ropajes de lino, y se acostó desnuda sobre él, sin importarle el frío del viento que chocaba con ella, congelando el agua que le recorría el cuerpo.

Era la tarde cuando llegó a su casa con peludo detrás, lamiéndole las botas y moviendo la cola.

—La pesca fue mala —fue todo lo que dijo.

—Comeremos frutos de pino verde del bosque, mañana pescarás o tu padre lo hará, no te preocupes —aseguró su madre a quien no le gustaba ni un poco que la niña fuera a pescar sola. Sin embargo, la voluntad de Irmin debía cumplirse. Su hija debía aprender a sobrevivir y debía hacerlo sola.

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora