CAPÍTULO XVII GENTE DE KEOPS

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Reino de Luyef, ciudad de Keops, año 107 de la "Nueva era".

Ahí estaban las miradas acusándola por doquier. Las sentía como agujas en la espalda, como estacas en el vientre y escupitajos en el rostro.

—¿Qué es lo que miran? —Gritó enfurecida.

—Calma Señora —la mujer trató de serenarla, pero a una Reina no se la podía tranquilizar con facilidad.

—En Nubia arrojan a la cascada sin fin a quienes abandonan a sus hijos ¿A dónde habría que arrojar a una Reina que abandonó a su pueblo? —Inquirió uno de los hombres.

—Jamás he abandonado a mi pueblo, cabalgué en busca de ayuda, mientras mi gente era masacrada y nadie venía a ayudarnos, es fácil para ti decirlo, asesinamos a todas las bestias de la noche por ti, ahora puedes dormir tranquilo. —Se defendió Maahiset.

—Ellos morían y usted se fue, eso es abandonar en esta lengua, es lo que abandonar significa.

—Y ¿Quiénes son ustedes para juzgar mis actos? Ninguno estaba allí, y ninguno de ustedes cobardes iría a pelear contra las criaturas...

Un guardia real se acercó y golpeó a Maahiset con el antebrazo. El metal del brazal le pegó tan fuerte en la nariz que la hizo sangrar y retroceder.

—Tranquila extranjera, no vuelvas a molestar a la gente de Keops o te cortaré las orejas y te venderé como esclava a las minas de Vasanta.

Maahiset lo miró con odio inflamado en sus pupilas, respiraba profundo mientras intentaba ahogar las palabras en las que pensaba, luego bajó la mirada.

—No vale la pena Señora, no haga que la maten. —La aconsejó la mujer que la acompañaba junto con su esposo desde Pie del Valle.

Nunca había tenido que soportar una situación similar en toda su vida, nunca había sentido esa humillación, esa impotencia. Era la Reina, no tenía que callarse lo que pensaba.

Así era el mundo real, después de todo, Pie del Valle solo fue un sueño, una burbuja en el aire, un lugar de gente amable y feliz que solo existía en recuerdos, y los recuerdos solo existían en la imaginación de alguien que miraba demasiado al pasado por encontrarse desgraciado en el presente. En el lugar donde estaba ahora, nada era como en Pie del Valle. Aquí los soldados y caballeros no defendían al indefenso, sino que abusaban de él, la gente no era amable, sino que estaba molestándola todo el tiempo, no se trataba con hospitalidad a los visitantes, sino se los despreciaba.

El oro se les estaba terminando, ya habían vivido suficiente tiempo gracias a el. La vida en la ciudad era mucho más difícil además de costosa y ya no podían sostenerla. Decidieron ir a vivir a las afueras de Keops, en una cabaña de madera que rentaron a un hombrecillo viudo que vendía pescado en la plaza de la ciudad, tenía tres hijos que mantener y unas monedas más le ayudarían a no preocuparse de tener que pescar, ni vender tanto pescado.

Maahiset no estuvo de acuerdo en mudarse, pero no tuvo más opción. Pasaba tardes enteras tratando de encontrar a alguien de Pie del Valle que hubiera huido a Keops, irse lejos de la ciudad significaba abandonar su tarea como Reina, su deber. No quiso comentarlo de todas maneras, sabía lo que le responderían: "Usted ya no es Reina". Siempre sería la Reina.

—Estoy buscando trabajo, necesito trabajar o moriré de hambre. —Suplicó Maahiset. Era una granja afanosa y marrón, del color intacto de la madera vieja.

El hombre le sonrió con desprecio y burlándose de ella.

—Muéstreme sus manos.

Maahiset le enseñó sus manos delicadas, y antes de hacerlo sintió vergüenza de ellas, lo que había sido su orgullo durante toda su vida, ahora la avergonzaba. No tenía cayos, ni cicatrices, no eran grandes sino de un tamaño proporcionado, no eran fuertes, ni tampoco sus brazos. Eran manos suaves, de las que cualquier caballero moriría por una caricia de ellas. Tersas como el cendal y delicadas como las estrofas de un poema.

—Parece que no has trabajado en tu vida ¿por qué debería contratarte? Cualquier inútil sería de mejor ayuda que tú.

La Reina quería llorar, pero se contuvo, trató de ser fuerte. Probaría en otra granja.

—¿Puedes desparramar la semilla, juntar la paja, fregar la ropa y cocinar? —Preguntó el viejo cuando se dio cuenta que Maahiset estaba por marcharse.

—Sí, señor.

—Te daré un plato de comida al día y un pan negro a la noche y te pagaré dos monedas de cobre a la semana.

—Me parece bien —Dijo Maahiset. Una Reina, trabajando por un plato de comida y dos monedas de cobre... ahora entendía al soldado que la abofeteó, ya no era una Reina, ya no era nadie.

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora