CAPÍTULO LXIII SILBIDOS AL VIENTO

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Imperio de Pa-Hsien, aldea de Dahomey, año 127 de la "Nueva era".

La tropa atravesaba la cambera que comunicaba con la aldea del bosque en busca de aquella hermosa muchacha que debía darse en sacrificio al Dios Ardelac. Algo detuvo el paso de los corceles: un cazador en medio del camino pedregoso, rodeado de lobos, llevaba una niña muerta en sus brazos...

—Eh tú ¿qué le has hecho a esa niña? —Preguntó el Comandante.

—Yo no he hecho nada, pero creo que Mahasihan, uno de mis lobos, la ha asesinado.

—¿Tienes por mascotas a esos lobos? ¿Qué clase de degenerado eres? Ese animal morirá por derramar la sangre de una niña inocente y tú serás azotado.

—Los lobos son lobos, no pueden ser condenados, si la mataron fue para alimentarse, así es la ley de la naturaleza.

—La ley de mi espada dice que voy a cortarte la cabeza a ti y a esos perros mugrosos.

El Comandante hizo señas a sus hombres y estos bajaron de los caballos disponiéndose a matar al amo de los lobos.

Jigoku no desenfundó la espada, sabía que matar a soldados del Emperador implicaría tener que huir por el resto de su vida. Pero, aun así, con sus propias manos los desarmó y aporreó. El primero dio una estocada débil y torpe, para el guerrero fue suficiente esquivarla, tomarlo por detrás de la nuca y hacer que con su propia fuerza fuera a parar al suelo de narices, el segundo y el tercero levantaron sus espadas y Jigoku los tomó de los codos y enseguida de las muñecas para luego jalarlos hacia abajo y hacerlos caer de espaldas uno tras otro.

El Comandante bajó entonces, furioso de su caballo y cuando quiso asestar un golpe de espada, el muchacho con mucha más velocidad, interrumpió el golpe adelantando su antebrazo, le dio un puñetazo en la nariz y le quitó el arma. El acólito estaba aterrado oculto tras su propio caballo.

—¿Con qué motivos visitan la aldea? Y no quiero mentiras, mis lobos las huelen y no les gustan, te despedazarán con solo una mirada mía. —Interrogó el guerrero, apuntando la espada al cuello del Comandante.

—Nos envían a buscar a una joven de Dahomey.

—¿Qué joven?

—No sabemos su nombre... —Balbuceó incomodo por la presión de la espada en el cuello.

—¿Cómo la reconocerán entonces?

—Su belleza es comparable a Dilha.

—¿Para qué la quieren? —Interrogó Jigoku haciendo presión con la espada.

—Para ofrecerla en sacrificio. —Confesó el soldado de mal modo.

Jigoku se acercó al acólito lentamente, sus dedos flacos como ramas temblaban queriéndolo proteger.

—¿Eso es lo que harás? ¿Matar a una mujer hermosa? —Tomó del cuello al Sacerdote y lo apretó fuertemente. Hasta que sintió el sonido mojado de algo que le fluía por entre las piernas y se derramaba en el suelo. Se había orinado encima.

—Regresen por donde vinieron, si vuelvo a verlos, los mataré a todos.

Jigoku tomó las espadas de los hombres y se las calzó entre los cintos de la funda de la espalda, despidió sus caballos de regreso, y recogió a la niña del suelo entre sus brazos. Los soldados quedaron a merced de los lobos que se les acercaban enseñando sus temibles dentaduras, pero su amo los llamó desde dentro del bosque con un particular silbido y ellos obedecieron.

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora