CAPÍTULO LXXXII UNA PLUMA BLANCA EN EL CIELO AZUL

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Reino de Wondjina, Pie del Valle, año 129 de la "Nueva era".

El viento había dejado de soplar y los silbidos eran tan sordos como la cima de una montaña desde el llano. El olor a mar golpeaba contra la arena húmeda y les arrebataba un descanso a los cielos tatuados de violeta y celeste con nubes impolutas.

Subió al valle de Alümapu cansada y enfebrecida, repitiendo la decepción en las últimas palabras que tuvo con los que consideraba sus hermanos, sus hijos, su familia...

Maahiset conservaba la misma figura joven y esbelta de hacía más de cincuenta años. Cada paso se hundía en la tierra como una aguja dentro de una fruta podrida, atravesaba un sendero de cueros y esqueletos de bestias empaladas como una belleza en medio del horror. Estaba enfurecida, su pueblo se había desvanecido como el rocío de la mañana al salir el sol, suplantados por lágrimas incalculables.

Una paloma negra llegó hasta ella, había sobrevolado Pie del Valle durante unos momentos hasta que se acercó al valle Alümapu y descendió sobre la mano de Maahiset. Tenía un mensaje, provenía de Vasanta...

Cuando terminó de leer la carta de Victoria, comenzó a golpear el espejo con los puños hasta que le sangraron los nudillos. Con cada golpe, la sangre derramada en el espejo brillaba como la lava ardiente. Parecía como si ese objeto rugiera un chirrido áspero y ensordecedor, pero Maahiset estaba sorda de odio, angustia, ira... gritó con todas sus fuerzas y el último golpe de puño que dio, atravesó el cristal. Su brazo apareció dentro del laberinto de Kyoga como si saliera de una de las paredes. Aunque de eso ella no se enteró. Todo su cuerpo parecía estar siendo invadido por una fuerza descomunal. Su piel brillaba como un destello azul, y tuvo que jalar haciendo un esfuerzo que casi la hace desmayar, para que el espejo la liberara.

Miró el páramo, la soledad en medio de la belleza. La nostalgia en medio de la nada. Quiso abrazar los recuerdos que se le escapaban. Y dejó caer la tristeza al suelo salpicada por las lágrimas que ya no pudo contener. Lágrimas que caían en el corazón del mundo. Había fallado, no podía culparse, pero sí era su culpa, ella era la Reina y debía proteger a su pueblo, mantenerlos a salvo. Y sin embargo para todos era una cobarde que se escondió en Nubia mientras su gente era masacrada y ahora también había perdido a sus únicos amigos.

Hubo un tiempo en que las bardas eran las señoras de todas las praderas y montañas, sus casas eran los picos más altos de las montañas y desde allí eran dioses que controlaban Laurasia.

Luego sobrevino el silencio. Durante años. Cientos de años. Se oían historias que pasaban de padres a hijos, de cuanta familia y reino hubiera en la tierra. Pero a ella nadie le había contado nada, sus abuelos solo conocían el silencio y una historia muerta.

«¿Qué había pasado en el medio de esta historia partida a la mitad?» —Se preguntaba sin cesar.

Lo cierto era que de pronto las bardas se habían convertido en un pueblo reducido y confinado a un valle que bien podía ser reclamado por Melqart, y no tenían como oponérseles. «El día que Melqart quiera conquistar los mares, Pie del Valle desaparecerá». —Decía su abuela. Pero por alguna razón, nunca Melqart se había siquiera acercado a Pie del Valle, no estaban interesados, por el momento, en el comercio marítimo, los negocios que mantenían con Sukavati se cobraban en oro y sus habitantes siquiera gastaban lo que ganaban, parecían un pueblo vacío, cerrado, sin alma.

«¿Reina de qué? ¿De escombros y de ruinas? No... mejor dicho de niños, mujeres y hombres muertos, destripados... de huesos y carroña». —Se durmió repitiendo esa frase.

—Nunca seré eso. —Se dijo como una forma de consuelo antes de perderse en un sueño profundo.

*

El valle resplandecía y la luna se transparentaba hasta desaparecer por completo. Despertó con un brillo inusual en sus ojos y un ardor la recorrió como la sangre por sus venas. La sensación fue horrible, pero cuando se calmó, percibió un alivio que la elevó. Comenzó a sentir una intensa comezón en la espalda. Llevó las manos para intentar rascarse y sintió un peso liviano pero descomunal. No podía creerlo.

Sus manos esgrimían unos destellos que la hicieron estremecer. Se puso de pie y estiró las alas. Casi como si siempre las hubiese tenido. Su sonrisa se abrió hasta el cielo, sus ojos se hicieron brillantes como el resplandor de la luna sobre el mar, era una sensación tan increíble que por un momento pensó que aun estaba soñando.

Las batió una vez, dos veces, muchas veces, y se sintió como una Diosa sobre el mundo recién creado, levantó una gran polvareda y despegó por los aires como una pluma blanca en el cielo azul. 

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora