CAPÍTULO LX LA PETICIÓN DE UN DIOS

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Reino de Pa-Hsien, Aldea de Dahomey, año 127 de la "Nueva era".

Mientras Jigoku avivaba el fuego, su cabeza, oculta tras una espesa cabellera larga hasta la cintura, estaba sumida en recuerdos. Y el que más le rondaba era el día que su maestro lo llamó y lo hizo sentar a sus pies sobre la piel de alcis.

«Tengo la certeza de que tú eres hijo de Jigoku, descendiente del primer Emperador de Pa-Hsien, al que el usurpador, expulsó a las tierras de Gondawana cuando era tan solo un niño, luego de matar a tu abuelo. No conociste a tu padre y yo ciertamente tampoco, pero recuerdo el día que lo despidieron y era igual a ti. Ninguna embarcación llega de Gondwana con un niño y ninguna mujer, salvo que alguien haya enviado a ese niño aquí». Fueron las últimas palabras que el viejo le dirigió.

Su vestimenta hecha de piel de demonio no era lo suficientemente abrigada para conformarlo. Sentado sobre una roca, en aquella colina circundada por cipreses, pinos y robles, todos con las copas nevadas, observaba a los lobos jugando entre ellos, esperando la porción de alimento que les tocara.

Aquel muchacho era un hábil cazador, de brazos fuertes y piernas poderosas. Las prendas debajo de la piel que lo protegían del frío, no tenían mangas, necesitaba los brazos libres para manejar la espada, según lo que su maestro le había enseñado. Esa noche había hecho presa a tres deliciosas crías de almatea que los lobos apartaran del resto del ganado. Solo le bastó echarse a correr con esa asombrosa velocidad que poseía y cortar la cabeza de los animales uno tras otro. Después de la cena, durmieron cálidamente alrededor del fuego.

Luego de que la mayoría de las personas usaran a los lobos para aprovechar sus pieles, en los alrededores de Pa-Hsien no habían quedado muchas manadas, las pocas que se conservaban caían noche tras noche en batalla contra las sombras, bestias y demonios de la noche. Los cuatro lobos que conservaba Jigoku eran de los ejemplares más excepcionales, todos eran altos hasta el ombligo de un hombre adulto y fuertes como un almaqah. A veces, por sus actitudes semejaban a las personas. Durante la noche, todos se acunaban rodeando a Jigoku de manera que nada pudiera dañarlo, si algún peligro se presentaba, alguno de ellos iba a ser el primero en salir herido, pero jamás él.

Por la mañana pensaba trocar las pieles de varios animales que habían servido de alimento los últimos días, por unas nuevas botas trabajadas, diseñadas con los mismos cueros que él proveía. El frío del invierno estaba cada vez más duro y debía cuidar de no enfermarse. El cuero de demonio era uno de los productos mejor pagos en el mercado, ya que no había nadie en la aldea excepto él que se adentrara al bosque y mucho menos que se atreviera a cazarlos.

Ni bien entró en la aldea de Dahomey, varios niños e incluso adultos, siempre cuidándose de los lobos que le acompañaban, se amontonaron alrededor de Jigoku para oírle contar las historias de cómo había cazado a las bestias de la noche. De pronto las miradas de todos los presentes trazaron el terror, algunos de esos demonios estaban atacando durante el día. Algo que no era muy usual de ver. Seguramente lo habían seguido hasta allí.

Bajo la espada de Jigoku y bajo algunas de las precarias y domésticas armas de los aldeanos, que más bien eran herramientas de herrería y agrícolas, las bestias cayeron abatidas. No eran más de cinco o seis, y no parecían tan poderosos a la luz del sol. Solo uno quedó en pie, era demasiado pequeño, apenas un infante, si es que se los podía llamar así.

—Es solo un pequeño. —Dijo un campesino, interviniendo cuando Jigoku estaba por decapitarlo.

—Morir por mi espada hoy, morir por ella mañana; morirá de todas formas —y luego de esta explicación cortó la cabeza al pequeño.

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora