CAPÍTULO XXXVII EL APOGEO DE LOS DESTERRADOS

8 3 0
                                    

Reino de ciudades libres de Sukavati, principado de Vasanta, año 117 de la "Nueva era".

Las minas de oro al este de Vasanta atraían forasteros de los más recónditos lugares. Algunos buscadores de oportunidades de Luyef, familias enteras que escapaban de Pa-Hsien e incluso un hombre de Lorelei que no terminaba de acostumbrarse a salar la carne en lugar de dejarla congelar en las cajas de hielo.

Se podía admirar la prolijidad con la que los campesinos sembraban a tres campos, a los costados del camino que iba desde Sukavati, pasando por PuebloVerde hasta las minas y luego de ellas hasta Vasanta. Centeno para el pan negro, por un lado, trigo por el otro, mientras la tercera parte descansaba.

Medr cabalgaba veloz. Hizo virar al animal a la izquierda luego de un árbol, derecha a través de un charco, sujetó las riendas con fuerza, se paró sobre el lomo del caballo y saltó atrapando una rama de roble, dio un giro completo con las piernas extendidas y se soltó arriba, quedando de pie sobre la rama. Quienes lo perseguían pasaron al poco rato y allí pudo descender del árbol con la agilidad de un mono.

Los jinetes encontraron el caballo de Medr a unos cien pasos.

—Lo perdimos. —Anunció el más joven de los jinetes.

—Todavía no, irá a cambiar el oro a la ciudad.

Los guardias de la ciudad de Vasanta los saludaron debajo de las dos esfinges aladas que protegían la Puerta Blanca. La ciudad se abría al amanecer y se cerraba a la noche, y se cobraba un monto para entrar luego de revisar la mercancía. Las murallas dobles sujetadas con contrafuertes, contaban con un adarve en lo más alto, que permitía ser recorrido desde adentro sin necesidad de exponer a los hombres a un ataque de bandidos que era lo que más abundaba en la ciudad del oro. Uno de los jinetes arrojó una bolsa de monedas de plata hacia el puesto de la guardia y el soldado la tomó sonriendo. El otro sostenía las riendas de su caballo y las del caballo de Medr.

—Quiero que revisen a todo el que entre a la ciudad hoy, nos han robado una importante cantidad de oro. Sé que si lo encuentran se quedarán con el oro, pero queremos al ladrón para ejecutarlo frente a todos los demás, así a ninguno se le ocurre volver a hacerlo.

—¿Un esclavo les robó? —Preguntó el guardia sorprendido.

—No era un esclavo, se hizo pasar por uno para robarnos.

Medr los observaba desde la copa de un árbol. Cuando los jinetes se alejaron, comenzó a caminar en dirección a la entrada principal. Se acercó al puesto de la guardia y les arrojó dos monedas de oro.

—Nos pagarían más por entregarte. —Chilló el soldado mientras daba la orden de abrir la Puerta Blanca.

—De eso no existe duda, pero te pagarían solo una vez. —Contestó Medr.

Las puertas se abrieron y Medr entró a la ciudad. Necesitaba un trago para bajar sus bolas, que le habían llegado a la garganta luego de esa corrida tan extenuante.

La posada del norte de la ciudad se mantenía, por lo general, bastante tranquila, no de la misma manera en el resto de las tabernas donde se llenaba de borrachos pendencieros, mineros acabados y amargos, ladrones y asesinos.

—Repito: una gorda para pasar más caliente el invierno, una esclava para que trabaje en el campo, en la cosecha de verano y una Señora de alta cuna, para que pague tus deudas de juego y a tus prostitutas, como ven un hombre necesita al menos tres mujeres. —Afirmó Medr.

—Sin contar a las prostitutas —advirtió un borracho y todos se echaron a reír.

—Si empiezas a encariñarte con las prostitutas que te coges, acabarás abrazando las letrinas donde cagas, ellas tienen una función, una vez cumplida, ya no las visitas hasta que vuelvas a necesitarlas.

—Puedes alimentar como a ganado a cualquiera de las vacas y tendrás una mujer gorda, puedes sacar una esclava de las minas o de los campos, pero una mujer rica, noble y de alta cuna, no fijaría sus ojos en esta taberna pulgosa y mal oliente. —Contestó el borracho a punto de caerse al suelo, Medr lo ayudó a sostenerse y lo colocó sobre un taburete de madera vieja junto a la tabla clavada a la pared.

«Salvo que esté yo dentro de ella». —Pensó Medr y se sintió algo engreído. Pero era uno de los hombres más apuestos de todo el reino, por muy noble que fuera la dama, no podría evitar fijar sus ojos en él, de la misma manera que no se puede dejar de oír una grata melodía o dejar de admirar una bella pintura.

La litera de la Princesa pasaba todas las mañanas hacia la alta alborada donde ella tomaba su desayuno, custodiada por una decena de caballeros de la guardia real. Le gustaba estar bajo los robles rojos, comiendo frutas. Hacía calentar un té en una hoguera que se encendía mientras ella colocaba un mantel de lino sobre la mesa de piedra y limpiaba la silla de mármol donde se sentaría.

Victoria era la Princesa, sus padres habían muerto, pero ella aun no cumplía los veinte años necesarios en una mujer para asumir el trono del principado de Vasanta. Era una muchacha hermosa de piel del color del trigo y ojos de la miel, su cabello como el de las hojas secas de otoño y un cuerpo prudente y escultural.

Antes de que la Princesa llegara, Medr subió al roble más alto. Había bebido una cantidad considerable de aguamiel para poder soportar el dolor que seguramente se provocaría, y había comido unas hojas de menta para evitar ser descubierto como borracho. También se roció la boca con un perfume que robó en la tienda del perfumista, por si tenía que besarla.

Estaba allí arriba aguardando el momento, y cuando dicho momento llegó, se dejó caer. Los caballeros desenvainaron las espadas de empuñaduras doradas y hojas de bronce cuando oyeron el ruido sordo de un cuerpo contra el suelo empedrado.

—Aguarden —ordenó la Princesa poniéndose en pie— es solo un muchacho. —Se acercó a él con cautela y gracia, mientras los guardias se echaron a reír de la caída de aquel tonto.

—¿Estás bien? —Preguntó Victoria con voz musical, sin dejar de mirar los ojos eternamente azules del muchacho.

—Sí, ayúdeme a levantarme. —Reespondió Medr.

—Es la Princesa Victoria, gusano ¿cómo te atreves a ordenarle que ayude a levantar a un saco de estiércol como tú? —Rugió un guardia abriendo el pecho y disponiéndose a partirlo con la espada a la mitad, si un solo gesto de la Princesa lo autorizase.

—¡Suficiente! —Regaño ella. Se agachó hasta él, tomó su mano y lo ayudó a levantarse. Medr se incorporó.

—Muchas gracias, mi Princesa, es tan amable como encantadora y hermosa.

La Princesa se sonrojó y el joven se fue cojeando y tomándose de la cintura.

Victoria terminó el desayuno y ordenó que la llevasen nuevamente a su palacio. El descenso era más peligroso que la escalada, había que tener mucho cuidado de no tropezar y venir en repecho hacia una muerte escalón tras escalón.

Luego del desayuno entre los robles, era su costumbre tomar un cálido baño de fragancias. Se deshizo de las prendas que la vestían y dejó caer entre ellas un papel grueso y crujiente que había sido colocado deliberadamente entre las ropas que traía puestas. «¿Quién pudo atreverse?» —Pensó imaginando ya la respuesta. «Ese descarado.» Desplegó el rollo de papel y lo leyó con una sonrisa vergonzosa: "Gracias mi Princesa, por ayudar a levantarme del suelo, fue una caída muy dura... es tan amable como encantadora y hermosa." De modo que su caída había sido a propósito. «Necesitará algo más que eso para conquistar a una Princesa —pensó Victoria— aunque es tan apuesto que podría dejarlo que...» Trató de quitar esos pensamientos de su mente, pero un calor ardía en su interior. Tener a ese hombre sobre ella, permitirle que le hiciera las cosas más sucias que se pudieran imaginar. De nuevo trató de no pensar más. Pero mientras se bañaba, cada vez que sus manos suaves acariciaban su cuerpo, la invadían las ideas de tenerlo a él bañándola, frotando sus manos por toda su piel. «Nunca había visto a un hombre tan hermoso, creo que con eso le bastará para conquistarme». —Sonrió para sí misma.

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora