Capítulo 21: Respuestas

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Las respuestas no llegan siempre cuando uno las necesita, muchas veces ocurre que hay que buscarlas mientras el líquido carmesí escurre por tus manos. 


  **Narra Andy**

«—Si mi cabeza explota, no te preocupes, es normal. En caso de emergencia haz oídos sordos a lo que diga, a menos que quieras terminar tan loco como yo. —»

«—Mamá dice que la mayoría de las cosas que digo no tiene sentido, yo que tu no creería mucho en ello. —»

«— ¡Te odio! Probablemente tu igual me odies. Todos lo hacen. —»

    Y así, podría decirle miles de cosas para alejarla, para percibir cuánto tiempo duraba soportando, para después observar cómo escapaba ansiosa, abandonándome en la eterna soledad en la que un lunático como yo permanece en todo momento. Pero... Aunque al principio lo encontraba confuso, ella no lo hacía, permanecía ahí, sonriéndome con superioridad y molestando a cada segundo con su risa contagiosa, sus ánimos enormes y su infaltable sed de desafíos.

«—Donde hay amor, hay paz. —»

    Esa frase la dijeron alguna vez los labios de alguien. En mi caso, aquella simple oración conlleva miles de verdades: cada vez que sentía dolor, ella me acurrucaba en sus brazos sin el más mínimo atisbo de la idea de soltarme. ¿Será que, en esos brazos amables, yo encontraba esa paz? ¿O en sus radiantes sonrisas que mostraba solo para mí mientras me hablaba de una infinitud de cosas? Como un loro, sin querer detenerse, logrando deslumbrarme con sus incontables temas de conversación, del más absurdo hasta el más lógico y sorprendente.

    Pero... ¿Por qué todo debe acabar? ¿Por qué después de un día soleado, siempre debe aparecer la tormenta? Mi corazón instantáneamente se cerró cuando sus ojitos se cerraron, impidiéndome seguir admirando aquel brillo y hermosura que exponían. Aquella pasión se perdió al sentir que la había perdido a ella; verla recostada en aquella fría y empalidecida camilla, me hacía sentir como si todo a mi alrededor se estuviera derrumbando y mi mente carcomiéndose lentamente desde dentro hacia afuera.

    Sin darme cuenta, me convertí en dependiente de su atención, necesitado de su comprensión, y claro que sí, la deseaba solamente para mí. Me hacía recordar a los juegos que me proponía cuando pequeño, cuando reía a carcajadas escapando de los monstruos (que eran compañeros de clases, que cada cierto minuto inhalaban sus mocos sin querer limpiarse), que me atrapaban y me llevaban a la lava. Su presencia era como los lindos y coloridos dibujos que mi madre creaba, su aroma, como el café de grano que papá se hacía después de llegar del trabajo, y que dejaba la cocina con ese aroma reconfortante. Sus ojos eran como los juegos de tácticas y concentración que mis padres y yo jugábamos: difíciles de descifrar, pero increíbles cuando lo conseguías. Me hacía recordar a mi infancia.

    ¡Y eso era malo! Mi infancia no fue buena.

¡Mami! ¡Mami!

    Ya me comenzaban a doler la garganta y mi cabeza al no parar de gritar eufórico; mi rostro humedecido por las lágrimas junto a mis ojos irritados era una evidente imagen de la desesperación que estaba sintiendo.

¡Mami! ¡Ayúdame!

    La veía con la cámara en sus manos; no entendía por qué me grababan mientras mi padre me abrazaba con fuerza impidiéndome escapar.

    No comprendía, ¿Acaso no escuchan mis súplicas?

¡Mami! ¡Les juro...! ¡Les juro que no le haré nada a mi prima! ¡Les juro que no haré nada! ¡Papi créeme, por favor!

Andy, Andy... ¿Estás aquí? [Andy Biersack]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora